Su oficio de jubilado surgió por una casualidad. Cuando niño, en una de las tardes frías de Tulcán, jugaba en el parque y vio que un grupo de señores llegó a instalar un reloj gigante en La Catedral. Dejó a sus amigos y se acercó a la pesada pieza metálica. Esa imagen quedó grabada en su mente.
Ernesto Lucero tiene 70 años y desde hace 30 vive en Quito. Dejó a su natal Tulcán con la intención de que sus hijos estudiaran el bachillerato en un “colegio de renombre”. Por ese tiempo, trabajaba en la Texaco, en Lago Agrio, y sus ingresos le permitían cubrir el costo de vivir en Quito.
En su nueva residencia también empezó a pensar en qué iba a hacer cuando se jubilara. Es técnico electricista de profesión y lo primero que se le ocurrió fue construir un carro eléctrico.
La idea fue desechada, porque no veía un potencial mercado para su producto. Enseguida, recordó aquella tarde cuando instalaban el inmenso reloj en Tulcán y decidió hacerse relojero, pero de relojes diferentes.
Ya registraba un antecedente: en uno de esos ocho días al mes que tenía libre mientras trabajaba en el Oriente, se dio cuenta que el minutero de La Catedral de Tulcán estaba parado.
Pidió autorización al párroco para que lo dejara revisar y se dio cuenta que un enchufe estaba mal colocado. Lo puso en la posición correcta y el reloj empezó a andar otra vez. Aprovechó la oportunidad y escudriñó en cada pieza del motor.
Prácticamente, esa era su única experiencia laboral en relojería. Ya en Quito, adoptó la costumbre de leer libros sobre construcción de relojes hasta que se arriesgó a ensamblar el primer motor. Los hizo en 15 años y está instalado en una de las torres de la Basílica del Voto Nacional. “Fui a hablar con el padre Conde, me costó convencerlo, hasta que me autorizó, con la condición de que lo pusiera a andar nuevamente”.
Corría 1993 y el reloj de la Basílica volvió a dar la hora. Es el primero que en el motor tiene una impronta con la leyenda ‘Relojes Lucero’. Estuvo instalado a las 13:00 y Ernesto se quedó allí vigilando que no se produzca algún desperfecto.
Cerca de las 17:00 se retiró a su casa y antes de la medianoche ocurrió lo inesperado: las campanadas sonaban a cada segundo y la bulla se volvió insoportable, en el barrio.
Su hijo, Romel, vivía en el sector e ingresó a desconectar el sistema de poleas y ejes que permitía el movimiento de los punteros. Ernesto estuvo allí al siguiente día, muy temprano, para reparar la falla. Unos 10 años después se presentó otra emergencia, esta vez por que se quemó un fusible. Luego de confirmar y reconfirmar que el reloj funcionaba bien, la congregación religiosa pagó 2 millones de sucres por la reparación.
Así empezó una carrera a contrarreloj. A su autoría también se atribuyen los relojes de la Plaza de las Américas, que dan las horas de Nueva York, Madrid y Quito, el de la Universidad San Francisco y de la iglesia del Divino Niño. También tiene uno en su casa, que oficialmente da la hora del barrio, al ritmo de música ecuatoriana.
En su taller, en la Iquique y Yaguachi, sector El Dorado, la luz es tenue. Sobre las despintadas mesas hay un sinnúmero de piezas, tarjetas electrónicas, herramientas, bobinas, poleas, libros con pastas desgastadas y esferas con el mapa del mundo, que se confunden entre fresadoras, tornos y esmeriles.
Lucero trabaja con un ayudante, Patricio Vásquez, quien acostumbra a vestir un mameluco jean. “Yo hago todo lo mecánico, en siete años he aprendido mucho”. Allí, la precisión es la principal filosofía de trabajo.
Hay que entregar las obras en el día y la hora ofrecidos y, sobre todo, los relojes están diseñados para que no se atrasen más de dos segundos al mes.
Perfeccionista y poseedor de una curiosidad que asombra, ya ha logrado construir 40 relojes gigantes. Sus creaciones también se exhiben en las torres y portales de edificios que están fuera de Quito.
Tiene uno en la iglesia de Tabacundo, otro en la terminal terrestre de Ibarra, uno luminoso en el ingreso a Zamora y así hasta en los sitios más recónditos del país, como en Pindilig (Azogues).
Parecería que su único pasatiempo es hacer relojes. En los últimos 30 años se ha metido de cabeza en eso y ha logrado perfeccionar su arte.
Al inicio, la música la ponía conectando las poleas a un ‘walkman’, ahora utiliza una tarjeta electrónica con características de mp3. “Antes, un mismo ritmo se escuchaba durante meses, dependiendo de la cantidad de cinta que corría. Ahora, se pueden poner varios ritmos a la vez, en cuestión de segundos”.
También aprendió a armar el diseño de los motores en la computadora, hace años lo hacía en hojas y con lápiz HB.
A pesar de que ya no vive en Tulcán, sigue siendo el mecánico oficial del reloj de La Catedral de esa ciudad, pero sin paga. Un día quiso protestar y el párroco le salió al paso: “Naciste Cristo y ahora muere crucificado”. Esa frase se lo ha tomado en serio, quiere morir haciendo relojes.