Las ciudades, como las personas, cambian continuamente de forma, imagen, extensión y perspectiva. Quito vive ese perenne rebobinaje. En apenas medio siglo, la tranquila urbe de 350 000 habitantes se transformó en una rauda y estresada metrópoli de 3 millones de ciudadanos, quienes viven su cotidianidad a un ritmo trepidante.
No obstante, y como paradoja, también busca preservar su legado y esa memoria arquitectónica que la vuelve única e irrepetible. La Guaragua se inscribe en esa órbita. Este pequeño barrio, que tomó el nombre de una casona de 1916, está en boca de todos, ya sean chullas, chagras o foráneos.
Los videos que pululan en las redes muestran que los capitalinos -desde los sexagenarios de la Generación X hasta los neófitos de la Generación de Cristal- han oído hablar de este referente del Centro Histórico, aunque pocos dan con su ubicación exacta.
Ni los irreverentes mileniales, que cambiaron parte de la letra del Chulla Quiteño con el sonsonete de: “y la Guaragua, la Guaragua, la Guaragua”, saben dónde queda con exactitud.
Tampoco los expertos se ponen de acuerdo. Para Héctor López Molina, urbanista, La Guaragua originaria es la casona de estilo historicista (neoclásico) diseñada por el Arq. alemán Franz Schmidt en 1916 y remodelada por el italiano Antonino Russo, en 1929.
El inmueble se emplaza entre la Vargas y Galápagos y fue de los primeros en alzar un piso sobre un arco en una calle. Por eso y por su primer propietario se llamó Pasaje Chiriboga y apareció en los planos de Quito en 1922. Luego, en 1929, lo bautizaron como Pasaje Miranda, en honor a su nuevo dueño, el Crnel. Damián Miranda.
¿Por qué la Guaragua? En quichua, este vocablo significa pintoresco… Y los arabescos y más ananayes (adornos) de sus fachadas justifican ese calificativo. Este término se extendió a la Galápagos, entre Vargas y Guayaquil y, más tarde, a la colindancia.
Por eso Gonzalo Benítez, del dúo Benítez y Valencia, afirmó en su biografía que el emblemático yaraví Vasija de Barro vio la luz entre tragos y medianoche del 7 de noviembre de 1950 en el barrio La Guaragua; en la casa del papá de Oswaldo Guayasamín (Galápagos y Venezuela).
Pero la génesis de este sitio también tiene detractores. El historiador Rafael Racines afirma rotundamente que La Guaragua estaba más abajo de la casa referenciada. ¿Dónde? En la misma Vargas, pero entre Esmeraldas y Oriente… Alega que una placa -hoy perdida- lo confirmaba.
Independientemente de su ubicación, el destino de este ícono ha estado atado al del vecino mercado Arenas (explaza de toros) desde 1930, como afirma Washington Acosta, un artífice del hierro forjado que labora 40 años ahí. En la plaza Arenas bordaron chicuelinas toreros como Silverio Pérez y Max Espinosa ‘Marinero’ y dibujó cabriolas con sus jacas la rejoneadora chileno-peruana Conchita Cintrón. Ah, los bailes de fin de año e Inocentes alcanzaron dimensiones épicas y fueron los “medidores de popularidad” de la época.
La Guaragua siempre fue cuna de bohemios, artistas de toda cromática y emprendedores decididos. Y de gente sin tacha y mano abierta. En una mezcla tan variopinta, lo no tan santo también metió cuchara. En esta calle, explica Acosta, funcionó por años el consultorio de Carmela Granja, una famosa ‘obstetriz’ que realizaba ‘trabajos’ de dudosa índole.
También navegó en la gloria el Batallón Pichincha, un bar de amplio espectro en donde se pegaban los ‘huaspetes’ los tarambanas quiteños. Por el batallón caían a veces, según cuentan las leyendas urbanas, Guayasamín, Camilo Egas, Eduardo Kingman… Estos ‘cracks’ del pincel acababan esas noches -cuentan- a trompón limpio.
¿Y chullas quiteños? Obvio. El más carismático fue el ‘Chispo’ Ramírez, un árbitro de box que vestía como un dandi y olía a pino silvestre legítimo. Como muchas calles añejas de Quito, La Guaragua tuvo una vida tan irregular como la topografía que le rodea, explica José María Saez, catedrático de la Pontificia Universidad Católica que tiene su casa a media cuadra.
Es un lugar lleno de historia. Un crimen sucedido bajo su arco a inicios del siglo XX dio pábulo al célebre cuento de Pablo Palacio ‘Un hombre muerto a puntapiés’. Y ha aparecido en películas como ‘El superagente 3K3’ (Ernesto Albán y Tres Patines) y ‘Qué tan lejos’, de Tania Hermida.
Penosamente, explica Saez, la construcción original ha recibido un trato antitécnico (con losas de hormigón) y su función se ha trasmutado a la de bodega. En la calle y en el antiguo patio-garaje del Arenas, en cambio, el tratamiento ha sido más inteligente, no solo estético sino también sociocultural, afirma este arquitecto.
En el 2018, el Instituto Metropolitano de Patrimonio, IMP, los vecinos y los socios del mercado impulsaron la recuperación del área. Se abrieron varios centros artísticos, artesanales y bares. Entonces apareció la pandemia para borrar de un plumazo esa propuesta, se lamenta Saez.
Pero la derrota no cabe en la bitácora de Quito. Ahora mismo, allí se cumple un plan de mantenimiento, explica Raúl Codena, director del IMP. Es parte de la recuperación de la imagen urbana del Centro e incluye ítems como la puesta a punto de la iluminación (los ya clásicos paraguas de luces) y la artística de ventanas y balcones, la pintura y la optimización de la seguridad. Para eso, el IMP maneja un presupuesto de USD 15 000. La obra concluirá en septiembre. El apoyo de vecinos y del mercado es 24/7.