Los especialistas y planificadores han debatido sobre la organización de la sociedad urbana moderna con gran acierto, lo que ha servido para definir su desarrollo. Las ciudades buscaron en su fundación localizarse muy cerca de las fuentes de agua o a orillas de los ríos, como sucedió en Europa.
Otras urbes, debido al colonialismo, no tuvieron la suerte de seleccionar el sitio apropiado, y ocuparon por la fuerza los espacios dejados por los colonizados, y estos a su vez accedieron dejar su herencia al mundo moderno: su sabiduría tradicional para proveerse de líquido vital, tanto para el consumo como para la higiene. Poco esfuerzo tendría que hacer el colonizador para crear nuevas fuentes de agua para la recién ocupada urbe.
Esto ha pasado en Latinoamérica, y especialmente en los Andes, donde los señoríos indígenas dejaron el trabajo hecho, nacimientos bien planificados para la provisión. El caso de Quito, que tuvo un asentamiento urbano en proceso de construcción, manejado por los incas y encuadrado por la idea medieval española, no se quedó atrás.
El haberse asentado debajo de un volcán repetidamente en erupción. Pero el Pichincha no fue un óbice para su desarrollo, no obstante las periódicas lluvias de ceniza; en compensación se constituyó el volcán y sus páramos en una de las mayores fuentes de agua que haya tenido ciudad alguna en el continente.
Cualquier colonización debía por supuesto seguir ocupando su rarísima topografía pero colmada de abundantes manantiales, como encontrara don Sebastián y sus 400 soldados, junto a unas seis acequias que eran usadas por el “el Inga” Huayna Cápac, de dos vertientes, el Pichincha y el “Atacatzo”.
Cualquier imagen antigua de Quito, reitera un estereotipo: los indios “aguateros”, sonrientes y descalzos, junto a las pilas, de las que caen sendos chorros de agua, que tratarán de recoger en sus “pondos”, para luego cargar a espalda y llegar con el “aribal” milagroso a la casa del patrón.
Fotografías que sugieren que no había distribución canalizada de agua, al menos para la mayoría. Para 1898 existe un documento escrito por Rafael Paz y Miño, ‘Aguas Municipales’, que rescató un cuadro de acequias, cañerías, pilas y surtidores. Cuatro clases de aguas: 1. Las del Departamento de San Diego, que nacen en Lorourco o Ermita, baja en acequia abierta por 4 000 metros, a S. Diego, S. Sebastián, Hospicio, hasta la placeta Libertad.
2. Las de las Llagas de San Francisco, 3 000 metros de cañería interior de teja, hasta 4 metros de profundidad. Utiliza poca gente y por la noche, “se la bota a quebrada de la Calle Angosta”.
3. La del Pichincha, viene desde el nevado en cauce de cal y piedra, principia en Llulluchas, sigue a Verde Cocha, Ladrillos, Loma Gorda, Pujín Pungo, Arcocucho. Se divide en 3 manantiales expropiados al Canónigo Campuzano, en 37 pajas de agua: Potrerillos, Totorayacu y Angum Chiquito, que forman la gran Chorrera del Pichincha.
4. La “del Atacatzo. Recorre más de 10 leguas y llega a la Plaza de la Independencia; sus manantiales: Platagrande, Cristal, Zapallar, Caracha”. La distribución del agua reflejaba en aquel tiempo la discriminación de los barrios extramuros.