Una familia quiteña convierte la basura en dinero

A la semana recolectan hasta 2 toneladas de material y lo venden a las fábricas. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO.

A la semana recolectan hasta 2 toneladas de material y lo venden a las fábricas. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO.

A la semana recolectan hasta 2 toneladas de material y lo venden a las fábricas. Foto: Diego Pallero/ EL COMERCIO.

Todo sirve. Lo que parece un cuaderno viejo y lleno de rayones es una fuente de ingresos para Digna Vaca y su esposo Luis Balcázar.

Las hojas papel de las oficinas, los cartones de zapatos, botellas de gaseosas, las vinchas de carpetas metálicas, fundas… cualquier material para reciclar es bienvenido a su carretilla. Esta familia vive del reciclaje desde hace 10 años. Tres días a la semana recogen la ‘basura’ de locales comerciales y también de las calles, de lo que la gente arroja en el Centro Histórico y parte del norte de Quito.

A la semana recolectan hasta 2 toneladas de material y lo venden a las fábricas.

Su ingreso siempre es variable, pero ellos intentan obtener cada 15 días unos USD 290. Ese dinero lo invierten en la crianza de sus nueve hijos.

“Es cansado, pero es una forma segura de que no falte el pan en la mesa, de darle la educación a los muchachos y un buen futuro”, dice Luis.

El lunes 11 de mayo de 2015, su trabajo inició a las 15:00 en punto. A esa hora le esperaban los comerciantes chinos que desde hace años le guardan los cartones de la ropa que importan. Más tarde, se pasó a las mecánicas para recoger las botellas vacías de los aceites y lubricantes. Luego fue una ferretería por la chatarra que puede encontrar. Y así, sin notar, llegaron la noche y el frío. Pero mientras empujaba, junto a su hijo de 17 años, su carrito repleto de material no había tiempo para quejarse del clima.

Una cuesta empinada en El Tejar es el último tramo antes de llegar a la esquina donde aguarda el resto del material obtenido en esta jornada de trabajo. Son las 22:15. Esta es su segunda y última vuelta.

En medio de la oscuridad aparece Digna. La tarde se dedicó a recorrer otras calles y hurgar en los basureros las botellas plástica, papel y cartones. Mientras se acerca les da ánimos para que muevan esa carreta metálica.

Calles más abajo, cerca de la Plaza Grande, Juan Carlos Vargas, de 65 años, apilaba decenas de cartones en una esquina. Él también recicla, lo hace desde hace 15 años. “A mi edad ya nadie me ofrece nada, pero no me iba a morir de hambre así que aquí estoy”. Aunque prefiere no dar detalles de su oficio, explica que esta es una forma digna de cubrir los gastos de su hogar y criar a dos nietos, que están a su cargo.

A las 22:30, Luis, Digna y su hijo llegan a El Tejar. El joven está a punto de graduarse del colegio y quiere ser médico. Su madre Dalia le aconseja que no se preocupe, que “aunque sea fiando” le van a apoyar. Con la basura han logrado pagar la carrera de parvularia de una hija y el ingreso a la conscripción militar de otro.

La gente que camina en las desoladas calles de ese sector los reconoce y saluda. Les llaman recicladores, pero ellos prefieren que les conozcan como 'gestores ambientales'. Luis tiene una gorra y los documentos que lo acreditan.

En Quito hay alrededor de 1 400 personas con permiso de la Secretaría de Ambiente del Municipio para recolectar y almacenar residuos no peligrosos. Algunos lo hacen en grupos, pero Luis y su familia son independientes y venden directamente a las fábricas. Por un kilo de papel blanco le pagan 22 centavos de dólar, por el kilo de cartón 10 centavos, la chatarra cuesta 4 centavos, las fundas 15 centavos y las botellas plásticas 65 centavos.

Junto al Centro Comercial Nuevo Amanecer, en el Centro, descargan pilas de cartones y chatarra que se eleva sobre sus cabezas. Tres jóvenes custodian otros cartones como si fuera un tesoro. Son los hijos de Dalia. Ya antes 'la competencia' (otros recicladores) les ha robado y por eso toman estas medidas de seguridad.

Incluso los indigentes les piden cartones para usar de cobijo, pero a ellos no les niegan.

“La competencia es feroz, hay personas que dicen que no podemos estar en tal calle, pero yo trabajo con los almacenes que ya me conocen”, dice Luis.

Pero él cree que el éxito de su trabajo es la confianza que le tienen los comerciante para que incluso entre a sus bodegas. Él dice que esa buena imagen se ha ganado con puntualidad y siendo honesto. Recuerda que una vez el dueño de un negocio le entregó cajas de cartón, pero una estaba todavía llena de zapatos. Al siguiente día regresó y la devolvió.

Su trabajo nunca para. Ni si siquiera cuando llueve. Los días de mal clima lo único que puede hacer es tratar de regresar pronto a su casa, en el centro. Pero a veces se ha quedado hasta las 02:00, sobre todo en Navidad, cuando aumenta el comercio y para los residuos y las ganancias.

A Digna no le molesta el horario ni la carga. Mientras está junto a su familia es feliz, dice. Antes trabajaba en un taller, pasaba ocho o 10 horas fuera de casa y ganaba menos del sueldo básico. Luis, en cambio, era guardia de seguridad y con su sueldo tampoco llegaba a cubrir las necesidades de la familia. “Ahora trabajamos juntos y tengo tiempo para dedicarme a los guaguas. Antes regresaba y no habían comido o no tenían hechas la tareas”, dice Dalia, de 48 años. Su último niño tiene 5 años.

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