La campaña Vivamos la fiesta en paz se realiza en Quito desde hace 10 años, con el fin de reducir el consumo de licor. ¿Son eficientes estas iniciativas frente a la cultura ciudadana?
Es importante que esté presente un mensaje y que llegue a cualquier sector. Va a ayudar a recapacitar. El consumo es una práctica como consecuencia de todo un historial en la vida de los pueblos. En el caso de comunidades andinas había la práctica de compartir socialmente con licor desde muy temprana edad. Pero eso se ha venido superando con campañas similares
¿Qué diferencias encuentra entre lo que pasa en el campo y la ciudad con el consumo de licor?
En las comunidades ha habido una intervención mayor de las diferentes religiones. En ese sentido, sí hay una diferenciación. Más allá del fin político, el hecho es que llegaron a disminuir la alcoholización. Hay comunidades que sin pertenecer a una religión determinada promueven campañas para difundir el mensaje de que el licor es parte de un sometimiento. Ya en la práctica cotidiana, en la ciudad la realidad es otra muy diferente.
¿Cuál es esa realidad?En el sector urbano es importante que se refuerce el trabajo en valores dentro de los programas educativos. Ese debería ser el aliado. A la par, se debe trabajar con las familias y orientar sobre los riesgos al consumir licor.
¿Es posible fiesta sin licor?
Hay que reconocer que todavía sigue muy fuerte esa relación fiesta-licor. Pero es una lucha permanente. Es importante que en los últimos años ya haya preocupación por ir mejorando la calidad de los licores. Antes solo se consumía el puro que era un licor muy fuerte. En las comunidades se trata de macerar. El sabor del licor se ha ido neutralizando como un reinvento, sin que sea demasiado fuerte. Lo malo está en tomarse demasiado hasta perder el control de los actos.
Antes, las fiestas se celebraban con los tradicionales canelazos. ¿En qué momento se distorsiona la celebración y vienen los excesos?
Es difícil poder ubicar eso en el tiempo. La práctica del canelazo se hacía con la idea de reunir a un grupo de personas, amigos en su mayoría, y de calentar al cuerpo. En fríos como los de estos días, en la tarde, no estaría mal un canelazo. Los excesos se van dando a medida de las frustraciones de carácter económico y desencantos personales o sociales.
¿Es decir que el problema hay que atacarlo desde esas dos causas?
En la mayoría de los casos, sí. En nuestra sociedad son más comunes los problemas de relación humana o más sentimental de la relación padre-hijos. De pronto, en una familia de la ciudad, con las diferencias del caso, se va perdiendo la comunicación. Por tener más accesos a la televisión y a la tecnología se rompe la unidad de comunicación familiar. Los padres salen a trabajar por necesidad económica y desconocen lo que hacen sus hijos.
¿Cuánto puede incidir la confluencia de diferentes culturas en los excesos al consumir licor que se ve las fiestas de Quito?
Tenemos una población con diferentes realidades sociales, culturales y estructurales. Por ejemplo, viene alguien de otra provincia con la idea de lograr mejores condiciones de vida, pero de pronto se ven en situaciones complejas por no poder lograr sus aspiraciones y están desprotegidos y desamparados. Esa población es más propensa a que los procesos de alcoholización continúen.
Por un lado se promueve la fiesta en paz y por otro, las empresas licoreras tienen sus espacios para publicitar sus productos. ¿Es una lógica perversa?
En la publicidad de licores hay mensajes subliminales. Estos van generando una atracción. Nos venden la idea de que (el licor) es rico. En las mismas botellas se pone que es un riesgo tomar, pero ese es un mensaje muy escondido que está en las etiquetas. La publicidad debería insistir en que si se toma sea sin exceso.
En todo caso, eso tampoco sería suficiente…
En el fondo, tenemos conflictos de identidad que generan frustraciones que desembocan en el consumo de algún tipo de droga. Lo más eficiente sería combatir la desigualdad.