A paso apresurado avanza por la calle Sucre, en el Centro Histórico. Es Ruth Lugmaña. Va acompañada su esposo, Johnny Gualotuña y de su hijo, Édison. En sus manos sostiene tres hojas de papel bond impresas con el diseño del uniforme masculino para el Colegio 24 de Mayo, que hasta el pasado año lectivo era solo de mujeres.
Al llegar a la intersección con la calle Benalcázar, los maniquíes vestidos con uniformes de los colegios San Pedro Pascual y 5 de Junio llaman su atención. De inmediato, Jaime Cajilema, administrador del almacén Minicentro, les sorprende preguntando “¿Qué uniforme busca? Si tiene el modelo, aquí lo adaptamos o lo confeccionamos en un día”, asegura el hombre de 59 años.
Lugmaña ingresa al local, que funciona en una casa amplia de dos pisos y estilo colonial. En el centro hay un patio de piso empedrado. Lugmaña y Édison atraviesan el patio y llegan hasta una habitación, donde cuelgan más de 500 modelos de sacos y pantalones de parada.
Karen Guerra, una de las seis personas que trabajan en el almacén, la atiende con cordialidad. De una a una baja las prendas de vestir y hace que Édison se las pruebe. “La talla 32 le queda. Hay que hacer algunos ajustes en las mangas y en las bastas del pantalón. Me demoro 20 minutos”, dice la audaz vendedora.
Pero para que estas prendas de vestir se exhiban en los armadores y maniquíes del almacén deben pasar por un proceso de confección, que se inicia con la adquisición de las telas. En este caso, son importadas, desde Perú. Ya con las telas, el trabajo de las diseñadoras y costureras empieza.
“Siempre confeccionamos un alto porcentaje de pantalones de colores tradicionales, como el negro, que usan los estudiantes del Colegio Mejía; el azul, de los establecimientos como 5 de Junio, Dillon, Central Técnico y Electrónico Pichincha”, comenta Luisa Peña, costurera.
En el taller ubicado en la av. 18 de Septiembre y Manuel Larrea, en el norte de la urbe, trabajan cinco costureras. La producción aumenta en junio y julio. “En agosto se hace pausa en la confección, para dedicarse a proveer de uniformes a los tres locales comerciales”, comenta Cajilema.
En el local de Manuel Montalvo, otro comerciante y fabricante de uniformes, la producción no para. Su esposa Martha Paredes estudió corte y confección en la Escuela Taller Quito.
Ella es la encargada de diseñar y dirigir la confección de uniformes y de ternos formales para hombre y para mujer. En su pequeño taller, ubicado en la calle Imbabura, las reglas, los conos de hilos, la cinta métrica, las tijeras y los retazos están en todas partes.
Mientras permanece sentada detrás de una máquina de coser, comenta entusiasmada que la decisión de que los colegios tradicionales se hagan mixtos es una buena idea. “Me llama la atención conocer como serán los uniformes. Aunque las autoridades de los colegios ya mandan un diseño, me gusta hacer bocetos, del modelo masculino del uniforme del Simón Bolívar”, comenta.
Paredes y su esposo viven en el valle de Los Chillos. Ella cuenta que una nueva unidad educativa que se abrirá en ese sector le pidió que diseñe el uniforme.
Reconoce que los pantalones de bastas anchas han perdido vigencia, asegura que están de moda los pantalones más ajustados y las camisetas polo. “Los uniformes no tienen por qué ser una tortura para los estudiantes, hay que confeccionara prendas formales, pero bonitas y actuales”.
Hasta su taller llega Juan Carlos Álaga junto con su hijo Miguel. Él ingresará a octavo de básica del Colegio Consejo Provincial. Él, al igual que Édison Gualotuña, ingresará a un colegio en el cual por primera vez matriculó a hombres. No les preocupa.
Los dos adolescentes, aunque en lugares diferentes, se prueban uniformes, se miran en el espejo y comentan que las prendas necesitan algunos ajustes para quedar a la medida de sus cuerpos.
El costo de cada terno va, desde los USD 40 hasta los 80, sin camisa y corbata.