Acercarse y entender a la ciudad no es un ejercicio de caminar, sino también de razonar para ir comprendiendo los enigmas que me ofrece Quito.
Acudiendo a la consigna que acuñó Bernardo Legarda, en el siglo XVIII: comprender es descifrar, necesitamos adoptar una actitud perceptiva y abierta para descubrir el inmenso acervo cultural y artístico que muestra Quito en sus piedras, muros, calles, museos, iglesias, y en la memoria ancestral, que se expresa en metáforas, sonidos e iconografías, desde nuestra primera historia hasta la actualidad.
Precisamente, la Quitología, el estudio informal, no académico, de la ciudad en su historia como mito, leyenda y poesía, hace posible esta comprensión, que nos aleja de lo típico, estereotipado y populista. La ventaja o dificultad de Quito es su palimpsesto, que la vuelve un enigma. Sensación laberíntica, que se siente en el mismo plano espacial desde el mundo precolombino hasta la actual globalización, con su ilusión de modernidad y delirios tecnológicos que, en cierto sentido, pretenden arrasar con nuestra frágil identidad y pertenencia.
La declaratoria de Quito como Capital Cultural en el 2011, es el momento propicio para vincular la Quitología con la educación, más allá de los jolgorios y los folclorismos clientelares.
Los conceptos enunciados son fruto de mi vivencia con la ciudad desde mi infancia, cuando me inicié como plazuela de Quito, buscando curiosamente los rincones y secretos en los barrios del Centro Histórico, tales como San Marcos, La Tola, Chimbacalle, y las amplias extensiones del Panecillo y el Itchimbía.