A empujones logró entrar al articulado. Se abrió paso entre los desesperados y las desesperadas que se desplazaban a paso ligero por los andenes de la Estación Norte del Trolebús.
Son las 08:05 del miércoles y Josefina Romero se da modos para sujetar y proteger con un brazo a su hijo de 8 meses y con la mano del otro, sostenerse del tubo metálico, mientras el chofer anuncia la parada La Y.Ellas es menuda y proyecta un acentuado aspecto de enojo. Asiente con la cabeza en el momento que un hombre vestido con terno café se levanta y le cede el asiento. Se acomoda, mientras un reducido número de pasajeros se queda en la parada. La voz del chofer se escucha, otra vez, por los parlantes. Anuncia que las puertas se cierran.
El articulado parte y Romero reclina su cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Los pasillos del bus están repletos y la incomodidad de Jorge Moncayo es evidente. “Cuidado, salga con precaución y despacio, para que no nos maltrate”.
El joven que tiene su mochila pegada al pecho parece no escucharle, va golpeando con su hombro a hombres y mujeres, que apenas alcanzan a poner sus pies en el piso del pasillo.
Miguel Erazo tiene que llegar a La Ecuatoriana. Con resignación dice que ya está acostumbrado al estropeo. En los tres años de utilizar el trole todos los días también aprendió a autoprotegerse de la delincuencia.
Él es de los que se ubica con la espalda a los asientos y con el frente al pasillo, posición contraria a la del resto de pasajeros.
Eso le permite mirar dónde ponen las manos quienes se movilizan en el interior del bus, cada vez que se acerca a una nueva parada. “Cuando uno está de espaldas, le meten las manos al bolsillo y se llevan la billetera, el dinero y lo que encuentran”.
En la Colón, el articulado se vuelve a parar. Romero abre los ojos y se apresura a salir. Otra vez tiene que abrirse paso entre el tumulto. Su brazo izquierdo parece un escudo que le ayuda a resistir el ajetreo de los viajeros.
Mientras se viaja en el trole, cuando uno de los pasajeros que está sentado se levanta, quienes ya están de pie buscan la forma de acercarse al lugar.
El que tiene más facilidad para moverse gana el puesto. “Son muy pocos los caballeros que ceden el asiento. Es una lucha por la comodidad. El respeto y las normas de urbanidad no rigen en el transporte público”.
Esa es la opinión de Graciela López. Trabaja en un banco y utiliza el trole los miércoles, porque no puede sacar su carro por el pico y placa. Ese día lleva en su cartera lo necesario, no más de USD 0,50, un cepillo para el cabello, un caja pequeña de pinturas y una vincha.
“He visto cómo les abren las carteras y se llevan todo”.
En La Mariscal se suben dos hermanos. Su aspecto físico es muy parecido. El mayor tiene 10 años y el menor, 8. Antonio se acerca al asiento que está frente a la puerta del centro y con una voz tímida le hace un pedido al que está sentado: “Me pude dar el puesto, me da pena que mi ñaño vaya parado”.
El hombre de tez blanca le clava los ojos y con una voz aguda le responde: “Me bajo en el Banco Central y te sientas”. El niño se queda callado y espera. Hasta tanto protege con su frágil cuerpo a su hermano, que padece del síndrome de Down.
Cuando el asiento queda desocupado, Antonio se acomoda y le hace sentar sobre sus piernas a su hermano. Al poco tiempo, los dos tienen los ojos cerrados.
En la Plaza de Santo Domingo, el pasillo del articulado está despejado y ya se ven unos pocos asientos libres. Los niños se bajan. La voz del chofer se escucha otra vez: “Siguiente parada, Cumandá. Se cierran las puertas”.
Por las ventanas se ve que los buses que a esa hora circulan en sentido sur-norte están llenos de pasajeros. Carlos Garzón, guía ciudadano del trole, dice que el apretujón es hasta las 09:30.