PEl pasado lunes llovía en Quito. Parque de El Ejido, a las 16:10. En el estrecho espacio del techo de la casa de madera, en donde están los baños, hay 10 hombres amontonados que rodean algo y lo miran con atención.
En el piso están cuatro hombres jugando cartas. Hay una plancha de espuma flex -que hace las veces de mesa- con una pila de cartas y unos USD 3,50. Óscar Toapanta, Alfonso Mompiel, Juan Molina y Juan Manuel Vargas juegan rumi y apuestan.
fakeFCKRemoveGrupos de hombres como ellos, en su mayoría jubilados, se juntan todos los días en el parque a jugar cartas, sin importar si hace frío, llueve o hace sol. “La convocatoria es todos los días, a partir de las 14:00 hasta tipo 18:30, cuando ya no hay luz y ya no se puede ver. No importa el clima. Si llueve nos movemos para este techito y se sigue con el juego”, dice Ernesto Simbaña, uno de los asistentes.
Para entrar al juego, cada participante debe pagar USD 0,50. “En un día que uno tiene buena suerte, en dos horas se puede ganar hasta USD 15”, dice Carlos Escobar, un asiduo jugador de rumi. Ayer no fue uno de esos días, porque solo estuvo de paso.
A las 16:40, la lluvia continúa, pero es más débil. Empieza a llegar más gente. Muchos traen paraguas, bolsas y periódicos sobre la cabeza. Unos simplemente se protegen con ropa abrigada.
Jorge Cárdenas nunca juega, solo es espectador. “Yo no juego porque sí tengo mujer, ellos ya las perdieron por jugar”, dice en tono de broma, y todos ríen.
Los motivos por lo cuales ellos se juntan a jugar son varios. Unos necesitan unos centavos para el bolsillo, otros dicen que es para distraerse un momento. Hay quienes vienen para hacer amigos y otros, por no estar encerrados en sus casas.
A las 17:10, la lluvia cesa y empieza a salir, tímidamente, el sol. Juan Manuel, el dueño de las barajas y de la plancha de espuma flex, junta las cartas y el dinero del ‘pozo’. Alfonso, que estaba apoyado sobre una rodilla, se levanta. Los otros jugadores empiezan a caminar. Los espectadores los siguen a su nuevo lugar de juego.
A unos metros de ahí está la cancha de cemento de vóley, en donde seis hombre se disputan el orgullo de ganar el partido. El público grita, a favor y en contra de los competidores.
A los costados de la cancha hay unos bancos de piedra. Una vez que dejó de llover allí se instalan los jugadores del rumi. Los asientos están mojados, pero parece no importarles. Cada uno acomoda su lugar para sentarse. Unos colocan un periódico, otros lo secan con su mano y otros prefieren utilizar una bolsa plástica.
En una banca se acomodan los jugadores y los curiosos, de pie, los vuelven a rodear. Luis Castillo sostiene en sus manos las cartas y cuenta que es jubilado. Va al parque todos los días desde hace 6 años. “Hay que ocuparse en algo. Quedarme en la casa mirando televisión me da sueño”.
Para que los naipes no se mojen, Luis puso una bolsa negra sobre el banco de piedra. “Para que no se vuele el naipe, saqué de mi baño unas baldosas para que hagan peso”. Luis juega con Ángel Enríquez, Alberto Hernández con otro señor que prefiere no dar su nombre. “Es que tiene muchas mujeres, por eso no quiere decir quién es”, dice Luis, riendo. El resto se ríe a carcajadas.
Ellos se conocen desde hace muchos años y siempre forman el mismo grupo para jugar. “Con los otros somos amigos, pero no jugamos con ellos”, cuenta Ángel.
A las 18:20, el cielo está oscuro y la luz artificial del parque ya no es suficiente para seguir con el juego. Los hombres recogen las cartas, la plancha de espuma flex, la bolsita negra, la baldosa y se despiden. “Nos vemos mañana”, es la frase que se escucha casi al unísono. La partida terminó.