La devoción se preserva a través de las hermandades

Washington Moreno, de 61 años, es uno de los voluntarios de la Hermandad Jesús del Gran Poder. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO

Washington Moreno, de 61 años, es uno de los voluntarios de la Hermandad Jesús del Gran Poder. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO

Washington Moreno, de 61 años, es uno de los voluntarios de la Hermandad Jesús del Gran Poder. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO

Antes de comenzar a trabajar, se arrodilla frente al altar de la capilla de Cantuña y ora. Este templo forma parte del el complejo arquitectónico de San Francisco (Centro de Quito).

Se santigua y, concentrado, comienza a dar forma a un pedazo de cartón hasta convertirlo en el capirote que los cucuruchos utilizarán sobre sus cabezas en la procesión de Viernes Santo, que moviliza a 250 000 personas y atrae a 13 000 turistas extranjeros.

Washington Moreno, de 61 años, es el encargado del vestuario de los devotos que forman parte de esta manifestación religiosa, que empezó hace 58 años. Lo hace desde que cumplió 40, y junto a la Hermandad de Voluntarios de Jesús del Gran Poder, forma parte de la organización.

La hermandad tiene 50 miembros, pero antes de Semana Santa la cifra se duplica. Cada sábado, de 15:00 a 17:00, se reúnen en el convento franciscano para estudiar la Biblia, lo hacen junto a fray Jorge González, director del grupo y guardián del convento.

Moreno recuerda que antes de unírseles, los malos caminos se habían adueñado de su vida. A sus 18 años caminaba por el Centro y vio por primera vez la procesión. Al año siguiente fue cucurucho; y hace 10 años cuida la bodega en la cual se guardan los trajes.

Además, Moreno es sacristán de la capilla. Para él, pertenecer a la hermandad es una bendición. Se apoyan. Se aconsejan. Son una familia.

Las hermandades son una secuela de lo que fueron las cofradías, su reflejo. Quién mejor para hablar de esas congregaciones que Patricio Guerra, cronista encargado de la Ciudad, quien ha investigado cómo estas agrupaciones se volvieron pieza clave en el tejido social de la Colonia. Y cómo se convirtieron en el motor económico de Quito.

La palabra cofradía viene del latín cofrades, que significa cohermano. En la Edad Media aparecieron los gremios: gente que practicaba un mismo oficio. Estos llegaron a Quito con la Conquista y, por influencia de la religión, cada uno escogió un patrono como protector.

Elegían a quien había practicado el mismo oficio: los carpinteros escogieron a San José.

Para que exista una cofradía se debían seguir ciertas reglas.
En la Colonia, explica Guerra, cada pueblo tenía la obligación de crear cofradías. Y cada una pedía un sitio en una iglesia para que allí sea el altar del Santo y la sede.

La mayoría de retablos o altares laterales que se ven en las iglesias fueron trabajados por cofradías. Según Guerra, desde el siglo XVI hasta el XIX, existieron cientos.

Cada una elegía a su autoridad máxima -llamada mayordomo- un prioste, un síndico tesorero y un estamento directriz al que llamaban los 24.

La primera cofradía de Quito fue la del Santísimo, que funcionó en El Sagrario. De hecho, ese templo fue construido por los miembros de esa cofradía.

Para Guerra, la herencia de las cofradías es parte del tesoro patrimonial de Quito. Por ejemplo, la capilla de Cantuña, el Arco de la Reina, el altar de Santa Ana de la Catedral...

Según Guerra, ese tipo de organización se volvió vital para la comunidad, ya que quien pertenecía a esta agrupación tenía beneficios como ser tratado con igualdad, independientemente de su raza o estrato social. Además, accedía a un servicio funerario.

Las cofradías se volvieron claves en la economía de la Colonia, porque cuando un miembro moría, dejaba sus pertenencias a la agrupación, y estas eran vendidas o rentadas.

Así, se crearon los censos, una especie de hipoteca, donde la persona entregaba un bien a la cofradía a cambio de un préstamo de dinero.

Pero cuando Simón Bolívar eliminó los censos, las agrupaciones dejaron de percibir ingresos y sin dinero la parafernalia de sus actividades empezó a perder fuerza y desaparecieron a finales del siglo XIX.

Cada cofradía, una vez al año, organizaba una fiesta en honor al Santo. La Iglesia le permitía salir a recorrer las calles, incluso pedir limosna en público. Pero la Semana Santa agrupaba a todas las cofradías.

Si bien la procesión de Jesús del Gran Poder no nació de una cofradía, la participación de esas agrupaciones se volvió vital, explica Guerra. Y hoy, las hermandades ayudan a mantener viva esa tradición.

Se trata de grupos de personas que, unidas por la devoción, profesan la fe a un Santo, pero sin llegar a ser cofradías.
El hermano Roberto Oviedo, miembro del grupo Guadalupano, cuenta que está conformado por 40 personas y se formó hace seis años. Se reúnen los viernes, de 17:00 a 18:00, en la capilla de Villacís (dentro de la iglesia de San Francisco).

Oran el rosario, leen la Biblia y organizan la fiesta en honor a su patrona (Virgen de los Dolores) el 12 de diciembre. También participan en la Procesión de Jesús del Gran Poder.

Otra de las agrupaciones es la Asociación de Caballeros de La Dolorosa, fundada hace 18 años, con 30 miembros.

Jaime Pullas
cuenta que realizan un novena del 13 al 22 de abril, en la iglesia de La Compañía. En Semana Santa, su fe se aviva y aún conservan tradiciones antiguas, como guardar silencio esos días y hacer oraciones especiales.

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