Darquea ya canta 20 años en las misas

Cada semana, Pablo Darquea va a misa, al menos, 12 veces. En esa rutina ya tiene 20 años. Es organista de iglesia y dice que podría cantar toda la vida dentro de un templo.

Para él, la ceremonia católica no es solo el lugar donde fortalece su fe. También es el escenario donde pone a prueba su voz. La vida le negó las oportunidades de ser cantante o sacerdote. Con esas dos profesiones soñaba desde que era adolescente.Con el paso de los años se enroló en un oficio en el cual, de algún modo, puede combinar ambas vocaciones. “Esta es una forma espiritual de alentar la fe de la gente y de ayudarles a sentirse parte de la Iglesia de Cristo. Aquí desarrollo mi gusto por la música y al mismo tiempo sirvo a Dios”.

Trabaja desde hace un año y medio en la Capilla de Cantuña, en el convento de San Francisco. Antes cantó en iglesias de las parroquias, en las afueras de Quito, y en la iglesia de El Girón. Tiene 36 años y nunca se matriculó en un instituto de música.

Es el último hijo de una familia católica de clase media alta. Pablo tuvo que ocuparse de su madre enferma, desde la juventud. Luego, desde la muerte de su padre, en el 2004, comparte su vida solo con ella. Sus dos hermanos mayores ya están casados.

La idea de dedicar su vida al órgano de una iglesia le vino de golpe, una mañana de domingo. Recuerda que una voz le exaltó tanto que casi le lleva a las lágrimas. Tenía 13 años y sucumbió ante la delicadeza del canto de la señora Beatriz Tibau, quien por ese entonces cantaba en El Girón.

Empezó a asistir a esas misas dominicales con la esmerada atención de un aprendiz que graba en su memoria hasta el mínimo movimiento de su maestra.

Dos años después, luego de un aprendizaje con los religiosos y con la señora Tibau, Pablo se estrenó como cantante en El Girón.

Era el domingo 20 de junio de 1989. Darquea lo recuerda perfectamente porque también es la fecha de su cumpleaños. Estaba nervioso y desentonó un poco en las notas altas que le exigía la canción Juntos como hermanos.

“Algunas personas dijeron que había sido una falta de respeto, pero de algún modo tiene que empezar uno ¿no?”, dice con una acentuada sonrisa. Sus dientes son pequeños y sus labios finos. Su aspecto, en general, conserva un aire de bondad.

Acostumbra vestir con pantalones de casimir claros, camisas oscuras y una chaqueta que se amolda a su cuerpo. Camina a pasos largos. Sus zapatos de cuero negro parecen una reproducción grande de los que usan los niños para ir a la escuela.

Se sabe de memoria las partituras de 600 canciones. Todas las aprendió a tocar de oído. “Las escuchaba en las misas y luego las repetía en el piano de mi casa”.

En el departamento que comparte con su madre, en el barrio de El Batán, ha practicado canciones como Señor ten piedad de nosotros, Aleluya, Santo es el Señor, o Lo importante es amar.

En la Capilla de Cantuña canta frente a un órgano eléctrico de marca Yamaha. Su voz, grave y armoniosa, resuena en los dos altavoces, ubicados a ambos lados de la única nave del templo.

En las notas más altas y más exaltadas, Darquea cierra los ojos. Sus canciones son coreadas por cerca de 90 personas que acuden, en promedio, a cada misa.

Muchos de los feligreses saludan por su nombre al organista, al entrar o salir de la iglesia. Es como un gesto de reconocimiento por el entusiasmo con el cual canta. Francisca Galarza, de 63 años, admira abiertamente esa “voz de tenor del joven Pablo”.

Darquea lleva con orgullo su condición de uno de los últimos organistas de iglesia de la ciudad. Sabe que también es un oficio duro. “Es un trabajo hermoso del cual ya casi nadie puede vivir. Yo lo puedo hacer porque sigo soltero. Cuando esa condición cambie, si es que algún día cambia, pues no sé, tendría que rever mi situación”, asegura.

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