Segundo Luis Germánico Borja Andrade es el nombre que le dieron sus padres hace 72 años, cuando nació en Cotacachi. Pero la gente del barrio Santa Clara lo conoce como Germán.
A las 11:00 de un lunes, el tránsito avanza lentamente en la calle Antonio Marchena, frente al mercado de Santa Clara. Una luz de parqueo se enciende y Germán se para en media calle para guiar al conductor y ayudar a parquear un automóvil azul.
Desde hace 20 años, él cuida los carros que se estacionan en este sector de Quito.
Una vieja gorra negra protege su rostro del sol, que aún cae con fuerza en los últimos días del verano quiteño. Este afroecuatoriano habla despacio.
El conductor asegura el auto y Germán se queda cerca como para hacerle saber que el vehículo queda en buenas manos.
Desde una silla metálica arrimada a un árbol, vigila los nueve carros estacionados en su ‘zona’.
Los zapatos de suela lustrados y el pantalón y la camisa bien planchados son una costumbre que heredó de su paso por el Ejército y la Policía.
Con 50 años y seis hijos llegó a la capital. Empezó a trabajar como estibador en el mercado de Santa Clara. Luego se dedicó a cuidar los carros que se estacionaban en el sector, junto con un inmigrante colombiano.
Desde hace unos siete años empezaron a llegar más cuidadores. Alrededor del mercado ahora hay 12. Cada quien trabaja por su cuenta.
Es mediodía. Dos anillos y un reloj dorado brillan bajo el sol mientras ayuda a salir al dueño de una furgoneta roja, que deja libre un espacio de parqueo.
Un par de monedas suenan en su mano. En un buen día alcanza a recibir hasta USD 16, en monedas de hasta USD 1.
30 años cuidando autos
Desde una silla de madera arrimada a la pared de un local comercial, Mercedes Espinoza vigila los carros que se parquean en la calle 18 de Septiembre, entre la Páez y la 9 de Octubre.
Ella cuidad carros desde hace 30 años. Empezó con los autos que se estacionaban frente al Hotel Colón, en la intersección de las avs. Amazonas y Patria.
Ahí trabajaba desde las 07:00 hasta las 04:00. Para redondear sus ingresos lavaba carros. Luego se fue frente al Swissôtel, en la av. 12 de Octubre. En esos lugares recuerda haber visto pasar a más de un artista famoso.
Por la calle 18 de Septiembre no pasan muchos artistas, pero sí bastantes amigos y clientes conocidos. “Doña Mechita”, le saluda un conductor, mientras ella marca la fecha y hora de llegada en la tarjeta de Zona Azul.
Los cerca de 230 vigilantes de la Zona Azul, en La Mariscal, reciben USD 0,20 de cada tarjeta que venden a USD 0,40.
Lograr eso no fue fácil, recuerda Espinoza. En el 2002, los funcionarios del Municipio llegaron con la idea de implementar un sistema de parqueo tarifado.
“Al principio la tarjeta costaba USD 0,80 y los vigilantes solo recibíamos USD 0,10”.
Cuando los policías metropolitanos también empezaron a vender las tarjetas, los vigilantes agrupados en dos asociaciones protestaron. Luego de exponer su situación, el Cabildo acordó entregar el 50% del valor de la tarjeta. Ese fue el único beneficio que recibieron. Al mes se venden unas 300 000 tarjetas en la Zona Azul. “Ningún compañero tiene beneficios laborales”.
Son casi las 12:00 de un jueves y el tráfico se intensifica. Es hora de almuerzo para los empleados y visitantes de la zona. Para Espinoza es la hora de mayor trabajo.
Otro conductor llega y ella acomoda sus lentes para llenar la tarjeta. Lleva una camiseta celeste y una gorra azul con un logotipo de la Asociación Amazonas, a la cual pertenece.
Para almorzar en un restaurante de la zona espera que los guardias metropolitanos también se retiren. “No se puede dejar botado el puesto, porque si el usuario se queda sin tarjeta, enseguida le ponen el candado”. Luego de 30 años en las calles sigue gestionando mejores condiciones de trabajo para ella y sus compañeros.
Los clientes se defendían a puñetazo limpio
A las 10:30, un taxi de la cooperativa Centro Comercial Aeropuerto se parquea en la calle Tarqui, frente al parque El Ejido.
Marco Cevallos se apresura a ir a la ventanilla del conductor y luego de un corto diálogo, el trato queda sellado. Cevallos cuida y lava carros desde los 20 años.
Con mucha agilidad, el quiteño de 45 años remoja una franela en un tanque con agua. Luego le hecha el primer baldazo y empieza a limpiar el vehículo.
“Hay más lavadas en la noche”.
Desde el barrio La Libertad, todas las noches Cevallos baja a pie. A las 23:00 comienzan a llegar sus clientes. La mayoría taxistas que terminan su turno.
Para aliviar el frío, a veces, comparte un canelazo con algún amigo. La lavada cuesta USD 2. “Cuando empecé a trabajar en la plaza de Santo Domingo costaba cinco reales”.
En ese sector recuerda que había otros 30 cuidadores.
“Nos dábamos de puñetes por ganar clientes”. En su rostro se ven algunas cicatrices.
Ahora trabaja junto a 11 personas más, con quienes formó la Asociación de Lavadores El Ejido. El sol de la mañana acaba de secar el auto y el taxista le entrega USD 2, 50 en monedas.