La mujer no revela su edad. “Tengo muchos años”, dice y sonríe. Lo que sí asegura, con orgullo, es que desde hace 20 años es la reina del hotdog en las Fiestas de Quito.
Desde su puesto de venta, en La Carolina, frente al Centro de Exposiciones Quito, Rosa Sánchez empieza la venta. ¿Sacrificada? Sí, trabajará en promedio “20 horas al día, pero vale la pena”.
Rosa tiene cuatro hijos. Vive con la menor, de 13 años. La noche del 5 de diciembre está inquieta, la extraña. Para cuando llegue a casa, cerca a Los Parques del Recuerdo, a las 04:30, su pequeña estará dormida. “A veces, en las fiestas, viene a hacerme compañía, pero no le gusta mucho porque hace frío”, cuenta mientras en segundos cumple el rito de abrir panes, tomar una salchicha y servir a sus clientes. En un día normal vende 30 hot dogs, pero en la fiesta de Quito prepara 400.
¡Que viva Quito!, se escucha entre la gente que rodea su quiosco. Por el trajín, no tiene tiempo de responder: “Que viva”, como lo hacen sus comensales. “Venga, hot dogs gigantes y cola a USD 1”, grita sin desconcentrarse.
Un viento helado aguijonea su piel, se queja, pese a los dos pantalones que usa. A ratos se acerca más al coche caliente o envuelve las piernas con un poncho. “Lo mejor del festejo es irme a la casa con las piernas adoloridas, pero con más dinero”, dice.
Gracias a su quiosco paga el colegio de su hija y USD 160 de renta. “No siempre alcanza”, por eso el esfuerzo de esta madrugada, en vísperas de Navidad. “Otros meses redondeo el sueldo arreglando casas”, dice la quiteña.
A la 01:30 golpean con fuerza la puerta de metal del Hospital Enrique Garcés, como queriendo tumbarla. El guardia abre y un joven de 18 años, con líneas de sangre en el rostro, entra apoyado en su hermano menor.
“Me asaltaron”, grita. “Me partieron la cara”, agrega y un aroma a licor contamina la sala. Miriam Pilicita, enfermera de 41 años, trata de calmarlo y lo lleva hacia una camilla. Le pregunta su nombre, pero el muchacho se levanta y vuelve a gritar. “Cha… Uno se está muriendo y nadie hace nada”.
En la sala de Emergencias hay un operativo para atender a 100 pacientes durante la noche, como ocurre en las Fiestas de Quito.
Pilicita, enfermera desde hace 18 años y en el hospital desde hace 15, es buscada por otra urgencia. “Esto apenas comienza”, dice. “Aquí las fiestas se viven con intensidad. Llegan personas con golpes en el cráneo, cortes, diablillos en el estómago y con intoxicación por exceso de licor”.
Frente a otro paciente, Pilicita abre un paquete de gasas. La víctima de asalto no para de quejarse cada vez que el médico inserta la aguja y cose la herida causada con una botella en el brazo. Le han robado su mochila con los zapatos de pupos, luego de un partido de fútbol en Chillogallo, en el sur.
Pilicita no se inmuta con el corte. Con la naturalidad de quien habla mientras bebe una taza de té, cuenta que lo difícil de estar de turno es tener lejos a su único hijo, de 6 años, y no pasar con él no solo en Fiestas de Quito, sino en Navidad, Año Nuevo, dependiendo de las “llamadas”. Vive en Machachi y, al dejar el turno a las 08:00, tarda dos horas en ir a casa.
En la Plaza Foch, Carlos Hernández observa de un lado a otro, en medio de gritos de algarabía de quienes celebran la fiesta a la ciudad. El policía de La Mariscal lleva su chaleco refractario sobre la chompa acolchada verde oliva y refiere que en un fin de semana común su Unidad de Vigilancia atiende unas 40 llamadas de emergencia, pero que el 5 de diciembre la cifra se duplica.
“Hola mi Sub, venga, venga”, le grita el dueño de uno de los bares del sector. Hernández, de 45 años, lo saluda, pero se mantiene imperturbable. Busca a personas que cumplan el perfil de sospechosos: quienes aprovechan el tumulto para arranchar celulares y carteras. 100 agentes cumplirán esa misión, de 20:00 a 08:00, en la llamada zona turística.
“Merendé a las 18:30, antes de salir de la casa (en La Bretaña, Sur)”. ¿Hace cuánto no baila en estas fiestas? “Ni me acuerdo. Nunca fui de bailes. A quien le tocó duro fue a mi esposa y a mis tres hijos pequeños. Pero con los años mi mujer entendió que este es mi trabajo y que no importa la fecha yo siempre debo cuidar a la gente”, dice, camino a un operativo sorpresa en un ‘night club’.
Allí, medio centenar de clientes se sorprende, al igual que chicas con minifaldas. La Policía certifica que los documentos están en regla y se vuelve a escuchar música de bachata, mientras una chica se cuelga de un tubo. Al llegar a una discoteca ‘alternativa’, Hernández se queda en la puerta. ¿No va a entrar? “No gracias. Ahí saben mandar mano”.
En la Juan León Mera, también en La Mariscal, la fiesta se prende con la banda de pueblo Nueva imagen del valle. Entre la muchedumbre estáÉdgar Paucar, de 42 años, con un trombón en las manos. Durante cinco horas no ha dejado de soplar. “En estas fechas el ajetreo aumenta”, relata.
¿Cansado? “Sí, pero a USD 80 la hora el grupo se llevará USD 450”. En el último mes han tenido ocho contratos, una cifra alta comparada con marzo o abril cuando no hay ninguno.
Una extranjera se acerca y brinda una copa. Édgar no acepta. “Hay una época para todo, la mía de los tragos ya pasó”, sostiene y confiesa que ha visto de todo: “Niñas guapas, señoras elegantes, rockeros, mechudos, niños vendiendo chicles, jóvenes vomitando y más…”. ¿Y su esposa? “En la casa. Ya se acostumbró. Así me conoció. Yo soy músico desde que tengo 12 años”. Sus dos hijos ya no lo acompañan. Cuando eran niños, recuerda, se emocionaban, uno de ellos quiso aprender el trombón, pero creció y lo olvidó.
Al este de la Foch, Carlos Campoverde pasa por la 6 de Diciembre sin prestar mayor atención a los capitalinos que celebran. Al volante de una unidad de la Ecovía cumple su turno de 23:00 a 06:00, por cerca de USD 600 al mes. Cada trayecto entre la Río Coca y Quitumbe dura una hora.
¿Difícil trabajar en fiestas? “Hay que aguantar a la gente maleducada. Hay que tener paciencia. Me han dicho de la A a la Z, porque no puedo parar en cualquier lado”, dice el conductor de 29 años, quien sirve en la Ecovía desde el 2011. Para él, las fiestas de Quito se celebran en el día, con ecuavóley y cuarenta, en El Inca.
En su primer recorrido llevó a 250 pasajeros. A las 02:30, en la unidad hay 20. Él es indiferente a la fiesta nocturna, mas no a la actitud de los fiesteros. “A veces no pagan ni el pasaje, pero eso sí, para el trago sí tienen. Me dejan vomitando la unidad”, resalta, sin dejar de mirar a la avenida.