Con el repicar de las campanas de la iglesia de San Francisco, en el Centro Histórico, las palomas que permanecen en el costado sur levantan el vuelo, los primeros comerciantes de diarios empiezan a vocear sus productos y los creyentes arriban hasta el templo de Cantuña. Una cuadra más al norte, en el cruce de las calles Cuenca y Chile el movimiento de la gente se percibe al ingresar a uno de los Centros Comerciales del Ahorro. Los maniquíes son los espectadores de cientos de clientes que pasan, los miran y avanzan hasta encontrar lo que necesitan.
En esa esquina, 100 metros hacia el oriente está la Plaza Grande, testigo de hechos trascendentales del país. Bajo la sombra del pasaje Arzobispal se ubican cinco betuneros. Uno de ellos es Luis Manrique, de 53 años. Él recuerda desde las tomas políticas de la plaza hasta los artistas callejeros que domingo a domingo llenan de humor, baile y música el corazón del Centro Histórico.
En este sector quiteños y extranjeros caminan con premura, por medio de la plaza. Únicamente se detienen en el cruce de la calle Venezuela y Chile, y aunque la luz del semáforo no les muestra luz verde, miran hacia el sur y cruzan.
El atardecer llega, y en otro sector de la urbe, en las avs. Amazonas y República, norte, las luces de los edificios y de los vehículos alumbran la ciudad. Es hora del retorno a casa, las unidades de la Ecovía están llenas, el tránsito se torna más lento y es ahí cuando los artistas callejeros aprovechan cualquier esquina para montar su espectáculo que dura 30 segundos ¿Y el público? No hay butacas, tampoco se paga entrada. Los artistas están ahí, detrás del parabrisas del vehículo. El sonido de una ambulancia distrae a los conductores. Ellos le abren paso, la luz es amarilla, hay que pasar el sombrero antes de que todo vuelva al mismo movimiento.