De pronto, en el pequeño Quito de ayer circuló -de boca en boca- la espectacular novedad: “mataron al chofer del presidente Velasco Ibarra”. Fue el 27 de febrero de 1935, cuando el chofer Antonio Leiva apareció volcado en las curvas de Santa Rosa, 19 kilómetros al sur de la capital, y con un disparo en la cabeza.
El suceso adquirió más notoriedad cuando los chismosos de la Plaza Grande lanzaron la noticia de que Leiva viajaba esa mañana a Ambato, dispuesto a cumplir la orden presidencial: traiga al Palacio, señor, a María Teresa Ponce Luque y a sus familiares. Ya circulaba la noticia de que el gobernante -de 42 años- estaba enamorado de la guapa y aristocrática guayaquileña.
Velasco Ibarra había dispuesto para ese día un almuerzo en homenaje a su amigo –padre de María Teresa- Alejandro Ponce, quien estaba de cumpleaños. El Presidente quería darle una grata sorpresa con la llegada de sus familiares.
Leiva salió de su casa a las cinco de la mañana, despidiéndose de su esposa Rosa Elvira Canelos, quien quedó acompañada de sus cinco hijos.
La Policía informó que el carro del ministerio de Hacienda –escogido para ese viaje porque era más grande que el presidencial- había dejado en la carretera las huellas de un frenazo de 20 m, saliéndose del empedrado de la carretera sur y rodando unos seis metros hasta unos matorrales.
El accidente se suscitó en la primera de las curvas grandes de Santa Rosa. Los policías no encontraron la pistola que habitualmente llevaba consigo el chofer presidencial.
El escándalo fue grande y las preguntas y dudas volaron por la ciudad y el país. Inicialmente, se habló de un crimen, pero con muchos interrogantes de por medio. Hasta que surgió la versión de un suicidio.
Un informe en ese sentido fue suscrito por el abogado Antonio J. Bastidas, de la Universidad Central, y dos médicos de la Policía, Francisco Montero y Leopoldo Moncayo.
¿Qué pasó? Posiblemente, argumentaron, el accidente produjo un desajuste nervioso al chofer Leiva y el consiguiente temor de que podría costarle el empleo. Él vivía modestamente con su sueldo.
La versión levantó también dudas. El motivo no parecía muy sólido. No faltaron las especulaciones de los enemigos del presidente Velasco Ibarra. ¿El chofer Leiva sabía demasiado? Hubo una versión de que los masones –pato de toda boda en esa época- algo tendrían que ver.
En ese ambiente, el 2 de marzo llegó -mediante el servicio de correos- un paquete de cartón al Jefe de Investigaciones de Quito, Manuel Gómez de la Torre. Al abrirlo, apareció una pistola con un mensaje. “Devuelvo la pistola de Leiva. No se culpe a nadie de su muerte. Fue un suicidio”.
La novedad llegó hasta el presidente Velasco Ibarra.
La siguiente noticia provino de un salón, El Trébol, situado en la calle Manabí, cerca de la Plaza del Teatro. Tras una denuncia de los camareros, fue apresado Arturo Freire, quien había afirmado: “Yo maté al chofer Leiva. El gobierno de Velasco Ibarra me pagó 80 000 sucres”.
Al otro día, en pleno chuchaqui, Flores afirmó que no recordaba esas palabras y que todo fue obra de copas. “No sé por qué dije esa tontería. Recuperó su libertad. Nunca se dio una versión oficial sobre la muerte de Antonio Leiva. El sumario judicial se cerró con una palabra: Misterio.