Cada vez que se acerca un bus a la parada de Carapungo, Wilson Castro, un mensajero de 38 años, frunce el ceño para leer en los letreros el destino de la unidad. Ayer estuvo en ese lugar a las 07:00. Esperó cinco minutos hasta que pasó el bus que lo trasladó a la avenida Naciones Unidas. Ya se le pasó uno cuando recién llegó y no quiere perderse del siguiente. El viaje, en promedio, durará 30 minutos. Antes de la aplicación del pico y placa se tardaba entre 40 y 45 minutos.A él no le afecta la restricción. “Igual hay que salir temprano. Los buses van más rápido, pero más llenos. El viaje se demora menos, pero te demoras más hasta lograr subirte al bus”. La parada de Carapungo es un hervidero de personas con rostros preocupados. A las 07:30, unas 100 personas se suben y se bajan en la parada. La mayoría viene desde las partes más alejadas del populoso barrio. Allí esperan unan unidad para continuar su viaje hacia el centro o el sur de la ciudad. Los buses pasan llenos. Los alimentadores del trole, en general, están más llenos. La gente se agazapa en las puertas. Protegido por la sombra delgada que proyecta un poste, Mario Ramírez, un asistente contable de 27 años, mira con enojo cómo la gente se sube a un bus de la Compañía Guadalajara. Él no lo hace porque no pasa cerca de su sitio de trabajo. Reconoce que la restricción vehicular sí le ha favorecido. Antes empleaba una hora exacta entre salir de su casa en la etapa E de Carapungo y llegar a su empleo en el redondel de El Inca. Ahora se demora 15 minutos menos, en promedio. “Lo difícil es tomar el bus, cuando tengo suerte, lo hago pronto”. Ni bien termina la frase, corre hacia la puerta del bus. Junto a él, más personas se abren espacio, en su intento de subirse. Mariana Once, una vendedora de materiales educativos, de 52 años, de expresión amable y lentes gruesos, no hace el intento por subirse. “No soy partidaria del maltrato”. Ella prefiere esperar un poco más a ser parte de los empujones y de los gritos. Once agradece que ya no haya congestión en la Panamericana Norte, en la entrada a Carapungo. “Eran 5 ó 10 minutos perdidos, por el montón de carros”, dice mientras mira pasar los buses que no le sirven. Ella se desplaza todos los días desde Llano Grande hasta los sitios donde tiene que visitar a sus clientes. “En diferentes días debo tomar casi todas las líneas de bus. Todas van igual de llenas, un poco más desde el pico y placa. Ya en el bus, se llega rápido”. Wilson Castro ha permanecido callado, con la mirada clavada en los letreros de los buses. Finalmente, llega el suyo. Lleva gente colgada de las puertas. Esta vez no lo perderá. En la parada se quedan personas desesperadas que alternan sus miradas entre los letreros de las unidades de transporte y las manecillas del reloj.