Pablo Romero es un todólogo en el negocio de las funerarias. Puede dar una misa sin ser sacerdote. Sabe todas las oraciones litúrgicas, desde el Padre Nuestro, hasta el Santo Rosario. Brinda consejos en momentos de dolor y puede hacer llorar a los más duros de corazón.
Estas características lo han hecho merecedor del sobrenombre ‘de ‘Monseñor Pablo’. Así lo conocen y saludan sus clientes, amigos y párrocos de la ciudad.
Lleva casi 40 años brindando esos servicios. Esta experiencia le ha dado los conocimientos suficientes para saber todos los ritos de un velorio.
Siempre está vestido de terno y boina negra. A sus 72 años cuenta que ya no le tiene miedo a la muerte. Entre dos y tres veces por semana tiene un encuentro cercano con ella, cuando los deudos llegan a solicitar sus servicios.
Habla despacio y con seguridad; cuenta que hay distintas clases de muertes. Las que llegan en un momento inesperado o por enfermedad y las que vienen por una avanzada edad.
Estas últimas las considera como un alivio tanto para el fallecido, como para sus familiares. “Uno cuando ya está viejito, a veces, es un estorbo para los hijos”.
Para Romero, la muerte de una persona hay que tratarla con respeto. Él ayuda desde que la persona fallece hasta que se cierra su lápida en el cementerio.
Una de las cosas importantes en un funeral es que los familiares del fallecido si están peleados, tienen que reconciliarse. “Nada de reclamos, ni reparticiones de herencias”, dice.
Su trabajo se inicia pidiendo una oración de los familiares presentes al difunto. “Después se tiene que rezar el rosario con devoción”, dice. Para luego ir con las canciones que le gustaban al fallecido. Una de ellas es En vida. “Con esta, los presentes lloran, recordando quién en vida fue… Sin embargo, hay hijos o hermanos del difunto que no pueden llorar o están resentidos con él”. Si pasa esto, una de las tácticas que utiliza es que minutos antes de sacar el féretro, del lugar donde le estén velando, pide que vean por última vez al ser querido. “Ahí, lloran porque lloran”. Una de las anécdotas que más le extrañó fue que en un sepelio, el ataúd no cabía en la bóveda donde iba a ser enterrada una persona que murió alcoholizada. Sin embargo, cuando le pusieron una botella de licor dentro del féretro, esta entro con normalidad.