A media tarde, en las radios de Quito se escuchaba una voz gruesa, grave y melodiosa, que decía: “Venga, estamos bajo el bulevar de la avenida 24 de Mayo”. La frase se convirtió en un símbolo del esplendor comercial y urbano que vivió esa zona entre los años cincuenta y ochenta del siglo pasado.Moisés Solá, el entonces joven locutor de Radio Cosmopolita, no exageraba. Si algo se parecía a un bulevar en Quito era la avenida 24 de Mayo. La radio emitía su señal desde el segundo piso de una casa ubicada en las calles Morales y Venezuela, en el extremo oriental de la avenida.
Era una calle de cuatro cuadras, en la cual palpitaba el pulso de una ciudad aún pequeña. Allí se aglomeraban buses interprovinciales, locales de venta de todos los artículos imaginables (desde alfileres hasta muebles), restaurantes y salones de baile. También se ofrecían servicios de toda índole, el sexual incluido. Hoy de esos tiempos solo queda un borroso y melancólico recuerdo. La popular Radio Cosmopolita se relegó en las sombras de la Amplitud Modulada y poco a poco fue apagando su sonido hasta que, hace dos años, cesó sus emisiones.
Los habitantes
La 24 de Mayo ahora es un territorio de transición entre el pasado y el presente. Allí flotan los recuerdos de los pocos habitantes antiguos que merodean entre las esquinas sucias e impregnadas de orines.En la década de los ochenta, la calzada se convirtió en paso peatonal. Luego fue recubierta con planchas de concreto y las veredas, con unos ladrillos que han empezado a desprenderse.
Ese universo hoy está habitado por una habitual tropa de sombríos alcohólicos, mendigos desconectados de la realidad, súbitos ladrones, prostitutas veteranas y comerciantes frustrados.
Es gente que no supo irse. Extravió el camino de salida. Personas como Hugo Basurto Cevallos hasta ahora se agazapan en la sombra de comercios como la relojería ambulante. Es un manaba flaco, desgarbado y siempre dispuesto a festejar un chiste. Desde hace 35 años se ha apostado en la antigua entrada de la Radio Cosmopolita.
Basurto, como los pocos vecinos antiguos, se ha quedado por una costumbre que pesa más que la ausencia de clientes.
Para describir su situación, él no usa el verbo en pretérito. No dice que se quedó. Dice que se ha “ido quedando”. En ese pasado progresivo que no sabe dónde acaba. Que no acaba nunca.
La memoria de la zona se arremolina también en el espeso vaho de las salas de billar. Ahí todavía festejan a risotadas los otrora jóvenes galanes, hijos de los vecinos que ya no están. Ahora son sesentones ataviados según la más estricta elegancia de los años setenta.
El cuchillero y Killmar
Vicente Hidrobo es uno de ellos. Viste un casimir deslucido de color aceituna, zapatos de cuero amarillo, camisa negra abierta hasta el pecho y una chompa café ceñida al cuerpo.
El pelo alisado le da un cierto aire juvenil que recuerda remotamente a James Dean. Ha vivido 52 de sus 60 años en ‘el bulevar’.
Quienes lo conocen lo llaman ‘el cuchillero’. Un apodo cruel que sus amigos le pusieron luego de que, por su oficio de carpintero, se cercenara los dedos índice y anular de la mano izquierda.
También lo conocen como John Henry. Este ‘mote’ se lo puso él mismo, cuando se anunció la dolarización. “Como todo ya se volvía gringo, yo no quería desentonar”, dice con mirada suspicaz.
Hidrobo era solo un adolescente cuando el parterre central de la 24 de Mayo estaba ocupado por los más fantásticos y misteriosos adivinos.
Seres que parecían salidos de algún libro de García Márquez. Sus nombres tenían ecos fabulosos y galácticos. Todos iban precedidos del título de profesor: Killmar, Malacán, Silver’
Vicente fue ayudante de uno. “Yo fui gancho del profesor Killmar”. Así les llamaban a los guambras que hacían bulto alrededor de un espectáculo para que la gente se acercara. Les pagaban un diario de 5 sucres, que entonces era buena plata.
El cóndor águila
Los grandes ojos cafés del carpintero se extravían en el sol de las cuatro de la tarde, que baña el extremo occidental de la 24 de Mayo. Está sentado al pie del monumento a los Héroes Ignotos de las guerras de Independencia. Arriba hay un cóndor de hierro que fue rebautizado por el argot popular como ‘el águila’.
Bajo la gigantesca ave empiezan a juntarse los nuevos pobladores de la 24 de Mayo. Son grupos de menudos hombres de mirada hosca que emplean un lenguaje duro.
Son palabrotas que se dicen unos a otros en tono cordial. La actividad de este grupo está concentrada, principalmente, en el juego de cartas y de pelota.
En una esquina también se acurrucan grupos de adolescentes huraños y desafiantes. Quienes decidan correr el riesgo de acercarse a ellos serán recibidos por el olor ácido y penetrante de la marihuana.
Los pobladores actuales saben que en varios puntos de toda la calle se vende droga, pese a que hay un puesto de Policía Comunitaria pocas cuadras abajo.
Reincidentes
Como si la 24 de Mayo fuera también una especie de adicción hay quienes han reincidido en ella. Arnoldo Sicles se fue y volvió. Vivió entre los ocho y los 20 años en el barrio. Salió a buscar un rumbo y se hizo artista.
Ahora, a los 56 años, ha vuelto al barrio en el cual creció. Es el jefe del taller de la Fundación Estampería Quiteña, situada a pocos pasos de ‘el águila’, como también la llama él.
La historia del barrio está ligada como una urdimbre a su propia historia. Sus descubrimientos de juventud tuvieron lugar a lo largo del bulevar o en las estancias bohemias cargadas de olor a licor y humo de cigarrillo.
La ‘Chueca’
La memoria general guarda un lugar privilegiado para un admirado y oscuro personaje. Varios la llaman ‘La Verónica’. Sicles la llama ‘La Chueca’. Todos están de acuerdo en que Verónica S. fue la meretriz “más apetitosa que hubo en la 24 de Mayo”.
La versión más conocida es que esta mujer fue la hija menor de una familia que hasta ahora tiene un comercio en la calle Cuenca. Asfixiada por la presión familiar que repudiaba su instinto festivo. Verónica fue frecuentando cada vez más los salones del ‘bulevar’.
Luego, expulsada del hogar, ejerció con mérito el oficio de la prostitución. Viajó a París en busca de nuevas perspectivas para su profesión. A su regreso, tras años de instrucción, fundó una casa de citas en la que introdujo un estriptís continuo.
El fin
Poco después todo se descalabró. A principios de los ochenta, una ordenanza municipal volvió peatonal la 24 de Mayo. Fue el comienzo del fin.
Los comerciantes fueron desplazados hacia San Roque, las empresas de transporte trasladaron sus paradas al norte, los salones se quedaron sin clientela.
Hoy, la voz de Moisés Solá ya solo suena en la memoria. Los vecinos que todavía quedan en el ‘bulevar’ transitan como fantasmas. Dicen que de vez en cuando, en su memoria aún suena remotamente esa frase alegre, espontánea: “Venga, estamos bajo el bulevar”.