En 1993 que empezaron las gestiones para la ampliación de la Panamericana Norte, en la recta de Calderón, los dueños de casas y locales comerciales de la zona enfrentaron un largo proceso de reubicación.
Don Alonso Díaz tenía una tienda en un local que le rentaba su hermana. Al saber de la expropiación, la trasladó a un costado de la propiedad, y fue testigo de cómo la casa de tres pisos y con dos locales fue derrocada.
Las ventas en su negocio bajaron, porque la vía tenía habilitado solo el carril de ida. Los autos que regresaban a Quito debían circular por las calles de Calderón.
En esos días, don César Rivadeneira también vio cómo desapareció su local de reparación de bicicletas. “No me acuerdo bien, pero creo que me dieron dos millones y medio de sucres”, dice. Aunque recibió dinero, fue difícil ver su “mediagua” en escombros. Rivadeneira y Díaz creen que la incomodidad valió la pena, porque fue para el bien de Quito. Ahora circulan más vehículos por la ‘Pana’ y hay menos congestión.
Pero también hay más accidentes, según doña Clemencia González, tendera. “Vienen tan rápido que ni ven el semáforo que hay cerca de la Coca-Cola (EBC). Aquí se pasan muchos sustos”.
Cuenta que la expropiación la dejó sin su tienda, su casa, un patio con césped y sus tanques de agua. Diagonal estaba la casa de sus padres, que al ser muy pequeña, desapareció íntegramente.
“Nos pagaron poco. Tuve que andar año y medio haciendo trámites para que nos den la plata y mi padre se enfermó de la pena”, cuenta. González perdió, además, su negocio, no tenía en dónde reubicarlo inmediatamente. “Después me tocó pararme duro para que no me hagan retroceder más de los 28 metros del inicio”.
Aunque aún conserva amigos del otro lado, muchos clientes dejaron de cruzar para comprarle, por el peligro. Su padre murió cinco años después de la ampliación y su madre vive con ella. “La vida sigue, pero fueron tiempos duros para nosotros”.