Dicen las ancianas de Chilibulo que el parto es un milagro. Que cuando el cuerpo de una mujer se abre, la puerta que une la tierra con el cielo se dilata y solo ahí, entre la vida y la muerte, es posible la magia del primer respiro. Por eso la misión de la partera es sagrada.
En Quito, cuatro niños nacen cada hora. Unos 116 cada día. De los 41 802 pequeños que fueron alumbrados en la capital el año pasado, 135 lo hicieron gracias a una partera.
Esta es una práctica antigua que se niega a morir. El Ministerio de Salud ha identificado 97 parteras en Quito. Entre ellas está Lourdes Rojano –pequeña, morena, siempre de faldón y sombrero- quien ha ayudado a parir a más de 800 mujeres. Todos la llaman Mama Lourdes. La primera vez que atendió un parto tenía 12 años y una valentía afilada. La paciente: su madre.
Su familia emigró de Píllaro a sus 7 años y fueron a vivir en una casa alejada y humilde en La Magdalena Alta.
La noche en la que su madre entró en labor caía un aguacero torrencial y para poder ir al hospital debían cruzar una quebrada. Fue imposible hacerlo. Su mamá estaba morada porque la bebé, la última de 12 hermanos, estaba cruzada.
Con las manos temblorosas, Lourdes la acomodó y tras duras horas de labor, su mamá alumbró. Lourdes recuerda que lloró toda la noche, hasta que su mamá y la bebé se recuperaron. Desde entonces, sus nervios quedaron templados.
Heredó su conocimiento de su abuela materna, quien además le enseñó a curar y sanar con hierbas. Hoy, Mama Lourdes, a sus 58 años, atiende en Chilibulo. El ingreso a su casa está rodeado de jardines.
Son las 10:00 del jueves y Alexandra Moreina, de 34 años, llega a consulta con seis meses de embarazo y el bebé cruzado horizontalmente. Lourdes la recuesta en una cama sobre una folclórica manta, en una habitación pequeña y cálida, llena de recortes, dibujos y diplomas en las paredes…
Con respeto, le levanta el saco, toma un poco de una pasta café que ella misma preparó con grasa de gallina y hierbas, y comienza a masajearla.
“Es para sacarte el frío, mijita”, le dice y la toca, a veces con presión, otras con finura.
Sin necesidad de un eco lo confirma: el bebé no encajó. Pasa una manta por debajo de la cadera de la mujer, se pone de pie sobre la cama y comienza a menearla de lado a lado.
No es fácil levantar el peso de la embarazada. Mama Lourdes se esfuerza y termina agitada. El bebé ya está en posición. El costo de la sesión, que incluyó consejería, fue de USD 10.
Mama Lourdes, orgullosa de ser guardiana de saberes ancestrales, ha recibido en su casa más de 200 bebés y otros cientos más en hogares de las parturientas. Justamente por eso, algunos profesionales consideran este oficio peligroso, porque la habitación no está esterilizada y por las posibles complicaciones.
Para Ana María Buitrón, ginecóloga, el riesgo aumenta al tener por ejemplo el cordón umbilical alrededor del cuello, o hemorragias. Pero cuando hay peligro, Mama Lourdes envía a la paciente a un hospital. Ella ha recibido capacitación del Ministerio de Salud, para saber identificar cuándo hay complicaciones.
Sabe que en algunos casos se debe hacer cesárea: si a la embarazada se le hinchan los pies, si se pone amarilla o si hay escalofríos hay riesgo para el bebé. Lourdes reconoce que años atrás las parteras eran perseguidas. Se pensaba que eran sucias e improvisadas. Pero eso ha cambiado. Hace 14 años empezó a trabajar con el Ministerio de Salud.
El primer paso lo dio cuando la comunidad avaló su labor. Fue en una ceremonia ancestral, con fuego, en la que participaron unas 800 personas.
Hoy, el Ministerio cuenta con un manual de articulación de prácticas y saberes ancestrales de parteras en el Sistema Nacional de Salud, y busca capacitar a las parteras para garantizar una mejor atención. A escala nacional, 2 460 parteras han sido identificadas, de ellas 1 434 fueron articuladas a esa Cartera de Estado.
Alumbrar de la mano de una partera es distinto a hacerlo en un hospital. De eso da fe Andrea Villarroel, de 32 años, quien tuvo a su hijo en su casa, en Pomasqui. Decidió hacerlo con una partera porque quería que naciera en su hogar, junto a su esposo, sentirse libre de adoptar cualquier posición y que no la separaran de su bebé luego el alumbramiento.
Colgó cuerdas del techo para hacer un parto vertical (como hacían las indígenas), mientras afuera su familia tocaba tambores. Tras 33 horas de labor, su hijo nació y se lo colocó en el pecho. No se separó de él en 40 días. Una de las parteras que la ayudó fue Katy Salas, de 52 años, quien ha traído al mundo a más de 200 niños. Ella es enfermera y estudió Partería en México y en Brasil. Formó el colectivo Comunidad del Buen Parir ‘nacer’, para valorizar el parto humanizado.
Las parteras son una cascada de historias. Lourdes cuenta que ayudó a alumbrar a unas gemelas, que pudo hacer que una señora estéril se embarace, que alivia el dolor y que la felicidad la invade cuando alguien que no deseaba a su bebé termina besándolo y bendiciéndolo. Para eso Dios la trajo al mundo, para convertir mujeres en madres. Ese es su don.