La calle es un lugar de supervivencia de ciudadanos de Venezuela en Quito

Júnior Gómez (izq) y su esposa limpiaban parabrisas en una calle del norte de Quito el martes 21 de mayo del 2019. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO

Júnior Gómez (izq) y su esposa limpiaban parabrisas en una calle del norte de Quito el martes 21 de mayo del 2019. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO

Júnior Gómez y su esposa limpiaban parabrisas en una calle del norte de Quito el martes 21 de mayo del 2019. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO

Lo que más extraña de su país es a la gente. Es caminar por las calles sin tener que escuchar insultos; y recibir la bendición de mamá los domingos por la tarde. Solo quien ha emigrado sabe que en tierra ajena, incluso el aire huele distinto.

Júnior Gómez no termina de acostumbrarse al ruido de Quito. Llegó hace un año y ocho meses y aún le incomodan ciertas cosas cotidianas, como recibir el sol. Cuando los rayos caen de manera perpendicular como en esta ciudad (Quito), la piel arde. Allá, en la ciudad costera de Maracay, Venezuela, el calor hacía sudar, no mordía.

Allá construía casas. Aquí limpia parabrisas. Allá vivía en hogar propio; aquí vivió compartiendo piezas con compatriotas. Allá, en la calle, lo llamaban amigo; aquí lo miran con desconfianza. Pese a eso, sonríe y asegura estar bien.

En su país no comía y había violencia, por lo que decidió abandonar su patria. En Venezuela ganaba 200 000 bolívares, como unos USD 5 al mes. Meses después de viajar a Ecuador, Júnior logró traer a su familia.

Él, de 20 años, y Alejandra Calderón, de 18, han subsistido vendiendo mandarinas, helados, caramelos, cargando en el mercado y hoy, juntos, se dedican a limpiar parabrisas en la avenida Mariscal Sucre y Rumihurco. Si les va bien obtienen USD 20 al día, si no, 8.

Llegan cada mañana, luego de dejar a su hija en la guardería. Cuando el semáforo marca rojo, se acercan a los conductores y preguntan si quieren sus servicios. Unos son educados y dicen ‘no gracias’. Otros son desconsiderados o los ignoran.

Es común que reciban groserías. “Lárgate a tu país, hijo de p...” es una frase que escuchan a diario. Júnior recuerda que cuando uno de sus compatriotas mató a su mujer a la vista de todos el 20 de enero de este año, en Ibarra, todo se volvió más complejo. Al día siguiente -cuenta- un hombre intentó atropellarlo. Cuando escuchó su tono de voz lo maldijo y aceleró el carro tratando de pasarlo por encima. Incluso se subió al parterre central y un agente de tránsito debió intervenir.

Si ser venezolano es algo que desfavorece, ser mujer lo es más aún. Alejandra debe aguantar además el acoso, las miradas morbosas, las frases obscenas que suponen que por ser extranjera y pobre está dispuesta a irse a la cama con cualquiera. Los hombres sacan la mano por la ventana e intentan tocarla. Por eso nunca sale a trabajar sin Júnior.

De ocho extranjeros abordados la mañana de este martes 21 de mayo del 2019 mientras trabajaban en El Condado, en la NN.UU., en el Centro y en El Recreo, todos coinciden en que lo más duro de migrar es la discriminación.

Venezolanos se dedican a la venta informal en los medios de transporte municipal. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

El Gobierno maneja una cifra oficial de más de 240 000 ciudadanos de Venezuela en el país, pero Daniel Regalado, presidente de la Asociación Civil Venezuela en Ecuador, asegura que son más de 300 000. De ellos, al menos unos 32 000 están en Quito y sus alrededores, por su actividad económica.

Regalado admite que el maltrato, la explotación y los abusos de los que son víctimas sus compatriotas son terribles. La asociación cada día recibe al menos 250 solicitudes de asesoría. De ellas, 65% tiene que ver con aspectos laborales y un 25% por acoso y trata.

Cuando un venezolano ríe, no lo hace con disimulo. No se contiene. Mario González, en la NN.UU., lo hace a pulmón lleno, lo que atrae miradas de transeúntes. Es feliz -admite- pese a la carencia, a no tener trabajo fijo y a la discriminación. Lleva aquí año y medio pero asegura que no intenta echar raíces, solo sobrevivir y esperar. Tener fe en que más temprano que tarde, su país hallará la paz y él, junto a su esposa y dos hijos, podrán regresar.

Lo que más extraña -dice- es el sonido del tambor. Como un latido apresurado, ese golpe hace que Mario vuelva a sus días de infancia, cuando armaban fiestas familiares y ya entrada la noche, sus tíos hacían bomba en medio de la sala y una pareja empezaba a menearse. Más que un baile es un cortejo. El hombre galantea a la mujer dando lo que parecen pequeños saltos al compás del repique de los tambores. La rodea, intenta tocarla, y ella, coqueta, lo llama y lo ignora. El movimiento de su cintura lo atrae y luego se le escabulle.

Esa escena, tal cual, tiene lugar todos los fines de semana en La Carolina, en el norte de Quito. Los venezolanos lograron abrirse un espacio a los pies del avión del parque, donde cientos de ciudadanos de Venezuela bailan al son del tambor.

En la Flavio Alfaro, se reúnen al menos 15 venezolanos a vender. Patricia Matos cuenta que se conocieron aquí y que son un apoyo, en especial para quienes no tienen familia.

Juan García, uno de ellos, relata que hay enfrentamientos entre vendedores venezolanos y ecuatorianos. Empezó a vender donas y hoy ofrece golosinas. Intentó trabajar en el Centro pero no pudo. Dice que los ambulantes son egoístas. Recibió amenazas y amenazó. Una vez hubo golpes.

Los resultados de la encuesta de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) realizada en Quito, Guayaquil, Cuenca y Manta indican que de los 2 000 encuestados, el 50% dice haber sentido discriminación siendo su nacionalidad la principal razón. “Nos odian por ser venezolanos. Ojalá nos dieran una oportunidad”, dice Juan, quien mañana cumplirá dos años sin ver a sus tres hijos ni a su esposa.

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