Alejandro Ribadeneira. Coeditor
Por la mente del sargento Ángel Pulla han pasado cosas terribles. Matarse, por ejemplo. Dos veces intentó terminar por su propia mano lo que no pudieron las minas peruanas en 1995, cuando pisó una en el Cenepa y la pierna izquierda voló para siempre.
Tenía 21 años, una esposa y una hija de 24 meses, Geraldine. Lo condecoraron como héroe y lo mantuvieron dentro del Ejército. Pero Pulla no halló consuelo. Las muletas y las prótesis fueron un símbolo de su tragedia. La Gillete era una poderosa tentación. El alcohol era un refugio traicionero. La vida era una porquería.
usd 7 000
es el costo de la prótesis de última tecnología que utilizará Ángel Pulla en SaoPaulo.
Hoy, Ángel Pulla es uno de los más fervientes defensores de la vida. Está por terminar la carrera de Educación Física. Aunque su matrimonio se destruyó y la relación con Geraldine no es del todo fluida, se volvió a casar y ahora tiene en casa un recién nacido, Miguel Ángel. Y es considerado uno de los mejores atletas con discapacidad de Ecuador.
El deporte y el apoyo de los suyos lo rescataron de la peligrosa autocompasión. En estos días de villancicos y gorros rojos y verdes, Pulla se entrena para la carrera más importante de su vida: la San Silvestre del 31 de diciembre.
Junto a su segundo hijo, Israel, nacido en 1997, quien acolita con medir los tiempos y otros menesteres, Pulla se adapta a una prótesis de fibra de carbono y grafito, materiales de la era espacial. Se trata de un modelo personalizado, importado por la empresa Protelite, especializada en prótesis, y donado a Pulla. Ningún atleta ecuatoriano posee ese modelo. De hecho, solo unos pocos deportistas de Brasil, Argentina la tienen, en ámbito de América Latina. Ellos serán los rivales en Sao Paulo. Que se cuiden.
El sargento es la imagen oficial de Protelite, que corre con los gastos de la prótesis (valorada en USD 7 000) y de determinados rubros del entrenamiento; pero la relación con el gerente Juan Carlos Muñoz supera la frontera comercial. Son 12 años de afinar las prótesis, dar asesoría científica, compartir sueños y encontrar razones para dar las gracias por abrir los ojos y sentirse vivo.
Pulla siempre tuvo vocación militar. Optó por la vida de cabello corto, armas y jerarquías después de una infancia difícil en la que vendió periódicos en la calle y tuvo que aguantar a un padrastro poco comprensivo. Todavía es un militar en servicio activo. Se despierta a las 05:30.
Pulla siempre fue un atleta. Antes de la guerra, practicaba pentatlón. Después de dejar atrás la depresión y las excusas, regresó al deporte. Juega de todo, hasta basquetbol y fútbol. También se lanza en paracaídas. Pero al atletismo de fondo le puso especial empeño. Su categoría oficial como competidor es la de Discapacitado con Ayuda Mecánica.
Claro que la ayuda más importante es la humana, la de su familia, la del Ejército y sus auspiciantes. Gracias a ellos ha competido en la media maratón de Bogotá y en la maratón de Nueva York. No hay carrera importante en Ecuador en que no haya participado. Posee premios y reconocimientos, aunque la mayor satisfacción es cruzar la meta. Pulla es un soldado con una misión: llegar.
Por la mente del sargento Pulla ya no pasan cosas terribles. Cuando se entrena, está sumamente enfocado en cumplir los tiempos. Si son ocho vueltas a la pista del polideportivo de Sangolquí, se propone completarlas. Si debe cumplir su serie de abdominales en el gimnasio, lo hace.
Pulla es su propio entrenador. Aplica todo lo que ha aprendido en la Espe. Vigila su pulso. Los profesores son sus entrenadores honoríficos. Israel, que además de hijo es amigo, lo asiste y lo apoya. Mientras dura la práctica, Pulla no aparta sus pensamientos del plan.
La carrera es otra cosa. Antes del pistoletazo reza y pide, como el pequeño Tim en Canción de Navidad, que Dios bendiga a todos los corredores. Apenas da un paso, piensa en su madre María Páez, en sus hijos y en la responsabilidad de representar al Ejército.
En San Silvestre, Pulla aspira a terminar entre los cinco primeros. Confía en que su preparación física unida a su prótesis del Primer Mundo le dará una satisfacción deportiva y estadística, aunque su meta humana va mejor encaminada: vivir.