El ‘puenting’ tiene otra mística en medio de la ciudad
Flavio Paredes Cruz
Redacción Cultura
La baranda tubular amarilla que bordea al puente de la av. González Suárez es el límite entre la monotonía de lo cotidiano y el reto del vacío. Pasar hacia el otro lado es una apuesta por el vértigo y el pánico, que alrededor de 15 personas juegan semanalmente, motivados por los técnicos de la promotora Afuera.
El puente tiembla por los camiones y buses que lo transitan. Las luces de los autos, que raudos atraviesan este trayecto, se abren paso sobre el pavimento. José Cobo, el más experimentado de los técnicos, dice que es más peligroso cruzar la calle, que saltar desde ella. Del otro lado, la percepción cambia con el viento que golpea el rostro pálido y la acelerada respiración que pide calma. Las manos se aferran a la estructura metálica y el frío recorre el cuerpo de quien se dispone a saltar. El silencio absoluto suplanta al ruido de motores y bocinas.
Es algo atrevido, una fiesta, una onda entre amigos. En la noche no ves el piso, ves las luces de la ciudad
José Cobo, técnico Afuera. Un conteo regresivo quiebra la noche... tres, dos, uno... Las ventanas iluminadas de los edificios y un cielo que amenaza con lluvia conforman la última imagen antes de cerrar los ojos y despegar los pies, dar el salto. Este es el instante para invocar a ‘Diosito’ o a la ‘mamita’; para maldecir a los cuatro vientos. Por décimas de segundo, la sensación de vacío no permite el grito, pero cuando la caída adquiere velocidad y los ojos se abren en la oscuridad, se desgarra un alarido.
El grito parece alcanzar a los autos en la vía Interoceánica, a los edificios de Bellavista, a los peatones de la av. Seis de Diciembre. Sin embargo, mientras el péndulo se traza, quien saltó solamente está acompañado por su sombra, dibujada en la ladera de la quebrada de 35 metros.
El hecho dura segundos y en el vaivén de este gran columpio (de 20 metros de radio), el grito ya no es ¡ahhh!, sino que se transforma en ¡yuuhuu! y finalmente en ¡ja ja ja! Del mismo modo, la mueca de espanto da paso al gesto de emoción. La sonrisa permanecerá en el rostro durante toda la noche.
Abajo, hay arena, lodo y un camión que lleva material de construcción. Todo ello se observa gracias al faro que desde el puente batalla contra la oscuridad. También está Daniel Cabrera, otro miembro de Afuera, quien ayuda a bajar a la persona. Así funciona la dinámica en este puente; en otros, quien salta es nuevamente elevado.
En el descenso, la respiración se normaliza. El reloj junto al ingreso del túnel Guayasamín devuelve la idea de tiempo ¿cuánto duró? No se puede saber con exactitud, la sensación no lo permite. En el ritmo de la ciudad, alguien, suspendido de una cuerda, ha encontrado un lapso en el cual nada más importa, excepto la decisión de vencer el miedo.
Arriba, se ve el puente y las cabezas de otras personas, que revivirán la experiencia en los saltos siguientes. Hay quienes lo hacen abrazados de su novia, como Andrés Carrera y Geovanna Gangotena. En San Valentín se lanzaron 60 parejas, una ‘promesa de amor’ sellada con adrenalina .
Un conductor saca la cabeza del vehículo, silba y molesta a los enamorados saltarines, les grita ¡no se lanceeen! Y con la misma velocidad se aleja por sobre el pavimento. Todos los presentes ríen, talvez para calmar los nervios. Un sonido de sirena corta la risa, la patrulla policial se detiene un momento y luego continúa su camino. Casco, doble arnés y doble cuerda, la seguridad se precautela en todos sus aspectos . Incluso, como todo entretenimiento urbano y moderno, el ‘puenting’ nocturno tiene parqueadero con guardianía privada.
Con la seguridad, la confianza y el humor van de la mano. Por ello, Carlos Bravo, otro técnico, bromea con sus clientes mientras les coloca el equipo y les da indicaciones. “Este no era el roto ¿ve? -dice, refiriéndose a un arnés-. No, no, si ha sido el bueno... tres, dos, uno...”. El puente queda atrás.