El padre del menor redobla su jornada laboral para cubrir los gastos del tratamiento. Foto: Elena Paucar / EL COMERCIO
No han hablado sobre cómo se ve a futuro, pero por su forma de ser intuye cuál sería su profesión. “Creo que será abogado. Siempre me dice que quiere defender a otros niños, para que no pasen por lo que él está viviendo este momento”.
Para Manuel (nombre protegido), su hijo mayor es su orgullo. La esperanza borra el dolor de su rostro cuando relata que es el mejor de la clase, que no baja de 9 en sus notas, que es un ejemplo para su hermana de 4 años, que es un luchador.
Tres años atrás pensó que el niño no sobreviviría. Llegó a pesar 25 libras y en la primera semana de hospitalización no había medicina que calmara la intensa fiebre que lo consumía. Entonces descubrió que la neumonía era solo el principio de un diagnóstico severo.
“Le llevé los exámenes al médico y le rogué que me contara la verdad. Cuando me dijo que era una prueba de VIH y que salió positivo me quería morir. Todas las ilusiones y sueños que tenía de él se cayeron al piso”, recuerda Manuel.
Después de descartar que el resto de la familia tuviera el virus de inmunodeficiencia humana, otro análisis esclareció la posible forma de transmisión del virus; los médicos detectaron lesiones físicas que coincidían con una violación.
Todo ocurrió en el 2014. Manuel era guardián de un instituto pedagógico del norte de Guayaquil, donde también funcionaba una escuela. El trabajo parecía prometedor: le ofrecieron un contrato fijo, un espacio que acopló como casa para su familia y educación para su hijo en la misma escuela.
Pero ese lugar, actualmente abandonado y cubierto por maleza, se convirtió en un sitio de tortura para el pequeño.
“Después de pasar tres meses en el hospital nos hicimos más amigos y conversábamos mucho. Hasta que me contó que una tarde don Ángel, el chofer de los profesores del instituto, lo había violado en uno de los baños. Enloquecí… Pensé en hacer una estupidez pero luego reaccioné; mis hijos no podían quedarse solos”.
Cuando Manuel empezó a armar recuerdos comprendió por qué el niño había cambiado meses atrás. Ya casi no salía de su habitación y hablaba poco, se enfermaba muy a menudo, en especial de gripe. Pero no le prestaron importancia.
El 16 de julio del 2014 puso la denuncia en la Fiscalía del Guayas. Desde ahí empezó un viacrucis, entre entrevistas sicológicas y audiencias. Manuel calcula que el caso pasó por al menos cuatro fiscales.
“Me daba indignación. No entendía por qué lo interrogaban tantas veces y le hacían recordar. Cada vez que iba a esas entrevistas él salía en cero, no quería comer, no hablaba, tenía pesadillas. Creo que el niño iba más que el demandado”, cuenta, un tanto enojado.
La impotencia siguió aumentando. Manuel tuvo que cambiar a su hijo de escuela cuando se enteraron que tenía VIH. Los niños ya no querían jugar con él y los maestros lo rechazaban. El duro peso de la discriminación se acentuó con el costoso tratamiento.
Al inicio el pequeño tenía que tomar hasta 11 medicamentos y las visitas al hospital eran recurrentes. Hasta ahora el padre debe madrugar y redoblar su jornada de trabajo como mensajero para ganar el dinero extra que le permita cubrir los gastos de las vitaminas y la dieta del niño.
Juntos han aprendido a manejar el virus. Saben que su sistema inmunológico debe estar siempre alto para mantener una baja carga viral. “Él es un niño normal”, cuenta el padre.
Es jueves por la noche. Manuel luce cansado, pero accedió a contar su testimonio en la casa de Abdalá Bucaram Pulley, su abogado. No quiere que fotografíen su rostro, tampoco da su nombre real; pero cree que así el proceso se acelerará.
Recién en mayo del 2017, tres años después de la denuncia, el caso parecía avanzar. En ese mes fue la audiencia de llamamiento a juicio contra Ángel Ch. N., el chofer. En la diligencia no le dictaron prisión por ser adulto mayor y porque tiene una enfermedad catastrófica -en el 2008 fue diagnosticado con VIH-. Por el contrario, cada 15 días debe presentarse ante una unidad de la Fiscalía.
Esa resolución desanimó a la familia. “Le prometí a mi hijo que esa persona, que lo condenó a la muerte, pagaría por el daño que le causó. Después de esa audiencia supe que no podría cumplir la promesa”.
Desesperado, Manuel decidió hacer pública la historia de su hijo, que actualmente tiene 11 años. El proceso ya tiene una fecha para la audiencia de juzgamiento. El martes, a las 16:00 en los juzgados del Albán Borja, espera cumplir su promesa.
En contexto
La denuncia de un caso de abuso sexual contra niños en una escuela del norte de Guayaquil, a inicios de este mes, destapó otras historias en el país. El Ministerio de Educación ha reportado 822 casos de violencia y delitos sexuales en planteles, desde el 2014.