A raíz de la Revolución Industrial, el diseño de las ciudades cambió radicalmente. Los centros urbanos comenzaron a crecer, las más de las veces de manera desmedida e, incluso, desordenada.
En sus orillas se crearon grandes fábricas de producción en serie, que requirieron de cientos de obreros para laborar en ellas. Obviamente, tuvieron que asentarse en lugares próximos, por lo que se construyeron viviendas que, en muchos casos, no cumplían con los requisitos básicos para una vida digna.
Y se inició un proceso de tugurización, que no se ha podido erradicar y que se mantiene latente.
Las nuevas corrientes empujaron la vivienda hacia las periferias. Y dejaron los centros históricos muy deteriorados, llenos de conventillos, tugurios y museos. Los esfuerzos para recuperar estos centros en ciudades como Quito y Guayaquil han sido meritorios.
También se observa la política de dotar de zonas de recreación y esparcimiento a los lugareños, como el parque Q’manda. Pero todos estos esfuerzos son incompletos.
La tugurización sigue siendo un lastre para el desarrollo urbano de estos centros históricos. Y debe ser una de las prioridades de la nueva administración municipal darles solución.
¿Exageraciones? Basta darse una vuelta por barrios como El Tejar, La Chilena o San Roque e ingresar a las casas para comprobar que, tras muchas fachadas más o menos cuidadas, se esconde todo un universo retaceado donde el confort ciudadano es un simple enunciado.
Casonas divididas en decenas de cuartitos de arriendo y bodegas, con solo uno o dos servicios higiénicos comunales mínimos, no son garantías para vivir con dignidad. Esto debe cambiar ya.