Durante los primeros años de vida del Ecuador, a pesar de que el financiamiento del Ejército consumía casi todos los ingresos del Gobierno, este vivía en la crónica imposibilidad de pagar sueldos a los soldados, y hasta de proporcionarles las raciones diarias de comida. No era infrecuente que cuarteles enteros estuvieran impagos por meses y sin comida por semanas. Eso trajo consecuencias.
El 10 de octubre de 1831 tres compañías del batallón Vargas, acantonado en Quito, se tomaron el cuartel de artillería, apresaron a varios oficiales y pidieron que se les pagara tres meses de sueldo y cinco días de raciones que se les adeudaban. Al cabo de una rápida colecta de empréstitos y donaciones, el presidente Juan José Flores logró recaudar 5 698 pesos, que se entregaron a los soldados. Estos aceptaron la suma. Los cronistas del episodio concuerdan en que los amotinados, dirigidos por algunos sargentos, entre los que se destacaba uno de nombre Miguel Arboleda, procedieron con enorme compostura en todos los eventos. Mantuvieron el orden, respetando vidas y propiedades. Eso sí, como la mayoría de ellos eran granadinos, manifestaron que dejarían el Ecuador con rumbo al norte, a Nueva Granada.
Apenas los hombres del Vargas abandonaron la capital, dejando libres a los oficiales presos, el jefe militar de Quito, general Whitten, siguió a los soldados para reducirlos a obediencia. Los alcanzó en Guayllabamba, pero los hombres, nerviosos y exaltados, lo fusilaron, aunque respetaron la vida de sus acompañantes. Esto provocó desmoralización en las filas del Vargas. Aun así, no se cometieron actos de vandalismo en los pueblos del camino. Pero 30 soldados, los que habían nacido en el Ecuador y no quisieron ir a tierra extraña, desertaron.
El coronel Juan Otamendi, encargado de perseguir a los revoltosos, los alcanzó en el Carchi. Algunos lograron huir, pero la mayoría fueron hechos prisioneros. Entre estos estaban varios de los desertores ecuatorianos. Inmediatamente se formaron grupos para ser fusilados en los pueblos del trayecto. El Vargas fue pasado por las armas en las plazas públicas.
Dice Pedro Moncayo: “Otamendi llevó hasta la barbarie el cumplimiento de esta comisión, porque no perdonó a ninguno de los 300 héroes de Colombia que cometieron el crimen de querer volver a su Patria. Tan solamente seis fueron rescatados ¡por dinero! Suministrado por los señores José Barba y José Pólit y otros, cuando estaban ya de rodillas para ser fusilados”.
La culpa de tan bárbaras acciones recayó en Otamendi pero, en realidad, fue Flores quien dio las órdenes y no solo asumió la responsabilidad del atroz hecho, sino que fue hasta objeto de congratulaciones.
Sin embargo, el hecho quedó marcado como la primera, y quizá la más sangrienta, insurrección militar de nuestra historia.