Un día antes del arranque de la feria, el trabajo dentro y fuera de la plaza se intensificaba. Lejos del bullicio de Iñaquito, los toreros escogían diversos lugares para su entrenamiento. El matador guayaquileño Guillermo Albán, por ejemplo, se preparaba en un parque de la capital. Lo escogió como su centro de operaciones para continuar su trabajo previo a la feria, lejos del bullicio característico de Iñaquito en esta época.
Allí, la gente terminaba de armar sus quioscos de comida y bebida y los revendedores caminaban de un lado al otro mientras se abaniqueaban con sus grandes fajos de entradas. Ofrecían una general, cuyo valor normal es de USD 11, por 14 ó 16 a quienes se acercaban para conseguir la suya.
Si el aficionado ya tenía su boleta, los comerciantes aplicaban el plan B: ofrecer la parafernalia para la feria. Insistentemente mostraban sus artículos y se acercaban con frases como:
“Lleve los sombreros, las camisetas, las gafas, señorita, a buen precio le doy. Vea nomás sin compromiso”.
La energía era muy distinta al entrar a la plaza. Cada trabajador estaba en lo suyo, agotado por el sol del mediodía de la capital. En la entrada a los corrales, unos constataban que el peso de los petos que se usan para proteger a los caballos de los picadores sea el correcto, bajo la atenta mirada de los miembros de la Comisión Taurina. Otros pintaban los números de cada localidad en los tendidos, armaban las últimas vallas publicitarias y recogían herramientas. 24 horas antes de la primera corrida, el movimiento dentro y fuera del coso de Iñaquito aumentaba a cada instante. Aún había mucho trabajo por hacer.