Por siglos fue tan necesario como hoy los periodistas, los técnicos que arreglan la televisión o reparan los celulares. Su figura era muy reconocida en las ciudades y los pueblitos. Se lo encontraba en las oficinas públicas, en las tiendas o cantinas, a la salida de las iglesias, pero sobre todo en los interminables caminos de herradura que atravesaban el país.
Su imagen era reconocible. Mestizo de mediana edad, hasta cincuentón; vestido como el cholerío de hasta hace medio siglo: En la Sierra, terno de género nacional azul cubierto de parches de diverso tono, chaleco de cuatro bolsillos, camisa ‘de cuello’ sin corbata, y la infaltable bolsa de tela colgando de los hombros; el sombrero de fieltro y alpargatas de soga bien traqueteadas. Bajo la lluvia fuerte usaba un ‘poncho de aguas’ impermeabilizado con caucho del país. En la costa la indumentaria era más liviana, pero la bolsa de tela cruzada por el pecho era la misma. Unos iban a pie, cargando el bulto; otros tenían su mula para cabalgar y para llevar ‘al anca’ el equipaje.
Así eran los ‘postillones’, encargados de llevar el correo desde tiempos coloniales. Se dedicaban al oficio de jóvenes, casi siempre por tradición familiar. Se conectaban a los ‘arrieros’, que transportaban mercaderías con recuas de mulas. Vivían, por lo general, en su casita en el campo con su larga familia, que disfrutaba de las noticias, los dulces y a veces otros regalitos que traían: ‘peinetas’ a las niñas y ‘rondines’ a los niños.
Se ubicaban en una tienda o cantina conocida en cada lugar. Allí, sentados a la luz de una vela de sebo prendida, recibían las cartas y ‘encomiendas’ de los funcionarios públicos que remitían correspondencia, o de personas privadas que mandaban misivas o pequeños paquetes con ‘encargos’. También recibían ‘razones’; mensajes verbales que repetían a su destinatario con bastante precisión. Nunca aceptaban llevar plata. De ese modo se aseguraban de que no serían víctimas de los asaltantes de caminos. A veces ‘se pasaban personalmente’ por la casa de algún conocido para recoger o dejar el correo ‘a domicilio’. Cobraba muy moderadamente; unos centavos por cada encargo, con tarifas establecidas por la costumbre.
El oficio se mantenía a base de confianza personal, que duraba por generaciones. El postillón tenía buen nombre y buenos compadres. Era de palabra. Si ofrecía algo lo cumplía. No ‘se abría’ las cartas ni los paquetes, no divulgaba secretos personales. Pero, eso sí, era una lanza para el chisme. Contaba ‘vida y milagros’ de todo el mundo conocido, en especial de los políticos, militares y sacerdotes.
Con el moderno correo, las carreteras y los buses, los postillones fueron desapareciendo. Solo algunos mayores se acuerdan de ellos. Pero debemos dedicarles aunque fuera un tantito de nuestra memoria colectiva.