Hay algo que hace de Fernando Cordero un político muy particular: nadie se llena tanto la boca condenando los vicios políticos de la llamada partidocracia y nadie los ejerce con tanta propiedad y entereza como él.
Es más, a la forma de ejercer la política de Cordero se le debería añadir algo: ningún jefe del Legislativo en los últimos años de la azarosa y rocambolesca historia democrática del Ecuador ha sido tan obsecuente y servicial con el poder Ejecutivo.
Difícil encontrar en la galería del Palacio Legislativo, entre Belletinis, Quintanas, Quevedos, Averroes, Alarcones o Pons, a un jefe del Legislativo con credenciales tan meritorias como para reclamar el derecho de ser un funcionario más del Gobierno.
Su forma de dirigir las sesiones, con una mañita por aquí y otra por allá para alterar el orden del día para bien de los intereses de su Yo El Supremo harían reventar de envidia a aquellos insignes presidentes del antiguo Congreso.
Esa prolijidad para que los más profundos deseos de aquel que se proclamó a todo pulmón Jefe del Estado, entren por el ministerio de la ley hacen de Cordero el más aprovechado alumno de sus antecesores, de aquellos que inspiraron ese grito de “que se vayan todos”.
Pero Cordero ha superado a los grandes maestros de lo que llama partidocracia. Con sus argumentos en contra de la inmunidad parlamentaria de Galo Lara, llenos de razonamientos como el del abuso de un derecho, ha degradado a una de las funciones del Estado a la calidad de una oscura y triste Secretaría de Estado.