En sus manos, Rocío Bastidas sostiene una rosa naranja. El cabello cano, recogido en una cola, la hace ver como una abuela apacible. Pero cuando los descendientes de Eloy Alfaro y sus lugartenientes dejan el penal García Moreno, ella también grita: “¡Alfaro vive carajo, vivan los generales libres!”.
La mujer de 57 años es bióloga y es parte de la Red de Asambleas Territoriales de Quito, formada por vecinos de barrios como La Floresta, Carcelén, Villa Flora, tras la caída de Lucio Gutiérrez, en 2005. Ella acompaña a uno de sus miembros: Eloy Alfaro Reyes, tataranieto del Viejo Luchador.
Ayer, después de 100 años de silencio y silenciados, -dice Alfaro Reyes, sobre una tarima-, estamos aquí para recordar lo que pasó en este lugar y lo que ha pasado: “Impunidad, silencio, desmemoria y olvido de la historia”. Lo escuchan estudiantes de colegios laicos como el Mejía, Manuela Cañizares, Juan Montalvo, Militar…
Ellos, uniformados con instrumentos de las bandas de paz, bastones y pasos marciales, ponen otro ritmo en San Roque.
En el barrio, usualmente, la gente se mueve apurada los sábados. Hay cargadores entrando y saliendo del mercado, compradores con fundas o canastos.
Pero ayer se vio también a vendedores de agua fría en botella y gorras y a herederos de viejos oficios de la zona: sastres, carniceros. Jorge Rivadeneira sostiene una cuchara en la boca, en la que hace bailar un trompo, como los que aún fabrica. Todos miran pasar a una especie de cortejo fúnebre, que avanza por la ruta en la que hace 100 años se arrastró al líder de la Revolución Alfarista.
Gabriela Vargas, de 17 años, hace la calle de honor a los caminantes, con más colegiales del Militar Eloy Alfaro. Observa una bandera verde, de Alianza País, y a un señor avivando a Rafael Correa.
“Esto no tiene que ver con Correa, es un homenaje a lo que hizo Alfaro, no a lo que está haciendo el actual Presidente”, comenta.
Cerca, Guadalupe Sandoval, quevedeña de 56 años, aprieta con sus dos manos los barrotes de la puerta principal del penal. Los sacude como si estuviera presa, pero está en la calle. Es profesora del Hipatia Cárdenas. Su abuelo Moisés era ahijado de don Eloy. “Siempre les digo a mis alumnas que sin él ninguna de nosotras habría pasado por un aula”.
Afuera también celebra Sergio Salvador, de 40 años, masón de la Logia Voltaire N° 7. Celebra porque por primera vez los acompañan mujeres a esta cárcel.
Dentro del penal, Miriam Castillo, guía penitenciaria desde hace 20 de sus 55 años, deja de lado las formas. Le pide caminar junto a ella al actor Miguel García (59), quien personifica a Alfaro, mientras alguien más los filma.
“Me dio la idea de que estaba vivo”, dice, y descarta que los 33 presos alojados en el pabellón E, tengan siempre presente que son vecinos de la celda museo en la que se asesinó a Alfaro. Cree que los privados de la libertad tienen otras preocupaciones y tristezas.
La celda museo mide unos 4 por 2 metros, para llegar a ella hay que subir 18 gradas y dar antes unos 30 pasos. En el sitio apenas hay espacio para el busto de Alfaro, un banderín y dos placas, en su homenaje, dejadas por egresados del Mejía; un pedestal con un libro para que los visitantes dejen su huella, desde 1937.
Ayer, los descendientes de Alfaro y de sus compañeros Manuel Serrano, Medardo y Flavio Alfaro, Ulpiano Páez y el periodista Luciano Coral llevaron fotografías a la celda. En un acto simbólico las colocaron en una de las paredes y luego las sacaron del lugar, para liberar el espíritu de sus muertos. “¡Se ve se siente, Alfaro vive carajo, vivan los generales libres, viva!”, grita la multitud afuera del Penal.
Rocío Bastidas sigue en la calle, se protege del sol cubriéndose la cabeza con un abrigo. Dice que buscar culpables o estigmatizarlos es intrascendente. “La historia los ha juzgado… No es posible que quieran apoderarse de un símbolo en años electorales”.