El alcalde de Quito, Augusto Barrera, no tuvo la talla para liderar un auténtico debate sobre el precio de la gasolina.
Y si es triste la falta de liderazgo que tuvo el Alcalde en este tema, aún más triste es ver cómo la sociedad fue incapaz de detenerse, al menos por un instante, a mirar las cosas un poquito más allá de esa lógica inmediatista, sintetizada en esa muletilla que habla de “meterle la mano al bolsillo al ciudadano”.
Quito tiene un parque automotor que desborda su capacidad vial y debe ser una de las pocas ciudades en el mundo donde se corta árboles para facilitar el tránsito. Además, está ubicada en una altitud donde la combustión del combustible es a medias, es decir que el aire que se respira contiene gasolina gasificada.
¿Cómo explicarse entonces que nadie haya podido preguntarse si conviene o no castigar el consumo de un producto necesario pero nocivo para la gente? Quienes hemos decidido utilizar el denigrante sistema de transporte público para ir al trabajo, no por falta de recursos para comprar un carro sino por simple convicción cívica, teníamos el derecho a que al menos se discuta la posibilidad de gravar el alegre consumo de combustible.
Quienes respiramos gasolina gasificada mientras esperamos el bus y quienes tenemos hijos que llenan sus pulmones con ese aire, nos merecíamos una auténtica discusión sobre el tema.
Barrera y los quiteños que reaccionaron reactivamente a la propuesta sin otra consideración que la del bolsillo, le deben a quienes creemos que se debe consumir menos gasolina una explicación.