Parecía ser el libreto político menos recomendable, pero las votaciones alcaldicias de Quito fueron transformadas por el propio AP en un plebiscito sobre su proyecto político. Nadie niega que los resultados electorales en la capital son un termómetro de aceptación de una gestión presidencial, pero las cifras muestran que son poquísimos los casos en que ha habido una correlación directa entre la captación del Gobierno y la Alcaldía de Quito.
Augusto Barrera no llegó con una gran votación hace cinco años. Quizás la confianza inicial de que también ahora el simple endoso de votos por parte del presidente Rafael Correa iba a ser suficiente tomó desprevenido al aparato de propaganda e impidió un cambio sobre la marcha. En la otra orilla, alrededor de Mauricio Rodas se armó una estrategia basada en los puntos más débiles de la actual administración, empezando por los tributos.
Aun así, esa acción habría sido insuficiente para aglutinar un voto anti-Barrera y, a la postre, anti-Correa. Lo que quizás ha sucedido es que, a costa de extender sus márgenes de poder nacional a través de decisiones pragmáticas para ganar espacios en otros sectores, AP y Correa se han desposicionado en su terreno ‘natural’, Quito. Hace siete años la ciudad lo sintonizó como candidato propio, por afinidad con sus propuestas en torno a las cuales se aglutinaron partidos de izquierda, organizaciones civiles, etc., y que fueron apartados poco a poco. No se puede aspirar a ganar todo sin perder.
Es una paradoja que sea un candidato calificado de derecha quien haya capitalizado este desposicionamiento, que también cabe bajo el calificativo de inconformidad. Dadas las declaraciones hechas ayer por Barrera, se pudiera esperar un escenario crispado entre el poder central y el alcalde electo, y esto aún sin conocer la composición del Concejo. El peor escenario sería que las aspiraciones de los quiteños queden atrapadas en medio de esa lucha y que la ciudad no resulte ganadora de las elecciones de ayer.