La sede de la Ecuarunari, ubicada en El Dorado, centro de Quito, es uno de los lugares que acoge a los indígenas que han venido desde sus comunidades para protestar en contra de la Ley de Aguas. Las oficinas de esta casona de tres pisos fueron adecuadas para recibir a los manifestantes. Desde el martes, día en que se iniciaron las protestas, unos mil campesinos han transitado por ahí. Liliana llegó desde Cayambe. Con dos coloridos chales protege a Karen, su hija de dos años. El rostro de esta madre de 22 años, indígena de Cayambe, luce cansado. Mientras acurruca a su hija sobre su pecho, recuerda la difícil jornada que tuvo la noche del martes, cuando la Policía desalojó a los 200 indígenas que bloqueaban los accesos de la Asamblea Nacional.“Cuando lanzaron bombas lacrimógenas nos alejamos del lugar y a mi hija tocó cuidarle, tocó cobijarle, dejando de taparme”. Buscando un sitio seguro corrió hacia el parque El Arbolito, junto con sus compañeros. La idea de los indígenas fue radicalizar la protesta y no dejar Quito hasta que la Asamblea los escuchara.Liliana y la pequeña han pasado cuatro noches con otros miembros de su comunidad en una habitación de tres metros por tres, en la casa de la Ecuarunari. En el cuarto vecino, Alfredo descansa en el piso junto con cinco compañeros más. Apenas una estera separa sus cuerpos del piso y con una delegada frazada gris se protege de los 9 grados centígrados que registran las noches. Las incomodidades son evidentes. Hay seis baños para compartir, una piedra de lavar y una cocina.Al igual que Liliana, Alfredo ha estado cinco días lejos de su comunidad. Recuerda a su esposa y a sus ocho hijos que se quedaron en la comunidad de Santa Rosa de Pingolí (Cayambe). “Mi familia está botada en la casa y por no trabajar en mis tierras les estoy matando de hambre como nos está matando el Gobierno”. Este agricultor de 50 años usa un sombrero negro que cubre sus ojos. No regresará a su hogar mientras no consiga que el proyecto de ley en debate le permita tener derecho al agua. “Sin este elemento de Dios no se puede hacer nada en el campo”.
La casona de la Ecuarunari está a un kilómetro del parque de El Arbolito. Las manos gruesas de José Chicaiza toman un vaso de plástico con avena endulzada con panela. Esta bebida y un pan tipo enrollado fueron su segunda y última comida del día. Mientras come con rapidez el “cucayo”, recuerda cuando su padre le enseñaba, en los paramos del Cotopaxi, el arte de la agricultura. “Cuando tenía cuatro años aprendí a sembrar. Había mucha agua para el riego y para dar de beber a los animales. Ahora tenemos cada vez menos agua”. Chicaiza dejó en casa a su esposa y a sus nueve hijos. Dice que a ninguno le interesa la agricultura por las difíciles condiciones que afronta el campo, entre otras cosas, debido a la falta de agua. En El Arbolito, el frío de la noche se siente con fuerza. Pero el ambiente es ameno. Una ronda de ‘cachos colorados’ arranca carcajadas de complicidad entre los indígenas que aún no parten hacia las sedes de alojamiento.Cinco mujeres los acompañan repartiendo la avena y el pan. Magdalena Aisabucha se encarga de la distribución de las provisiones. Ella comenta que 40 mujeres cocinan diariamente para alimentar a los comuneros. Deben hacer milagros, porque el alimento es escaso. El pan de esa noche, por ejemplo, fue una donación de una ONG. Los granos y las papas que trajeron a inicios de semana se han agotado. En la Ecuarunari quedan menos de cinco quintales de arroz y del tubérculo.Necesidades similares se presentan en otras sedes que albergan a los campesinos manifestantes. Es el caso de la Fenocin, Feine y Conaie, así como la de la Unión Nacional de Educadores, y la de la Universidad Salesiana. El frió en El Arbolito recrudece. María Guanoluisa, de figura menuda, carga en su espalda a su hijo Luis. Lo ha hecho durante todo el día. Está cansada, aunque no deja de mirar a los 35 policías que, desde la calle Tarqui, vigilan el parque. Es medianoche y los indígenas se van a descansar. María, seguramente, encontrará a Liliana y a Karen dormidas.