Quienes triunfaron en las elecciones seccionales del 23 de febrero del 2014 asumieron su victoria como la respuesta a un modelo político que empezaba a desgastarse.
Esa contienda para renovar alcaldes, prefectos, concejales y juntas parroquiales se convirtió en una suerte de plebiscito. Usando la frase que se puso de moda en la Asamblea Nacional, a Alianza País se le viró la tortilla, pues pasó de ganar abrumadoramente en los comicios presidenciales y legislativos del 2013, a perder aparatosamente en las elecciones locales.
Aquello significaba que con la pérdida de Quito y Cuenca, así como con la nueva derrota en Guayaquil, el Gobierno se alejaba de unas capas medias que fueron la esencia de su proyecto político inicial. La derrota en las otras capitales y ciudades más pobladas fue notoria; no así en el país rural.
También se argumentó, a la luz de los resultados electorales, que el papelón del Presidente como jefe de campaña del entonces Alcalde de Quito mostró a una sociedad harta de un estilo autoritario y ávida de una renovación política.
Bajo esa perspectiva, las victorias de SUMA, Avanza, Participa… e incluso la del PSC en Machala eran la muestra de un cambio generacional y que esas nuevas autoridades, incluido Jaime Nebot, darían a la oposición un protagonismo fundamental en las grandes discusiones nacionales.
Ha pasado un año de aquella transición y el balance político de estos alcaldes es magro. A pesar de que el Gobierno radicalizó su posición en materia de libertades y que al país empezó a llegarle la factura de un gasto dispendioso y poco fiscalizado, los nuevos dignatarios han hecho poco.
Es posible que el trajín de sus alcaldías los tenga con la mente en otra cosa; o que sus asesores les sugieran evitar cualquier confrontación. Pero el liderazgo político que hoy proyectan estas autoridades y sus partidos no se parece en nada al de aquellos candidatos que sugirieron darle a la oposición nuevos bríos.
Cuidado y Alianza País les gana en la revancha del 2017.