Es difícil conjeturar por qué el Presidente, en su Informe al país, dejó temas como la economía, el empleo, la inseguridad, la salud, a sus ministros, y se reservó para sí los atinentes a la relación entre el poder y los medios privados, su honor y el 30 de septiembre. Y por qué, para referirse a ellos, prefirió repetir argumentos harto conocidos a través de las sabatinas.
Una primera explicación (dejando de lado la posibilidad de que no confíe en la eficacia de sus enlaces) pudiera ser que los volvió temas personales. Y una segunda, que no excluye a la primera, que los considera cruciales para justificar su acción pública.
En el inicio, a lo largo de 42 minutos, repitió que la derecha se ha apropiado del concepto de libertad para defender sus intereses, que la prensa ocupa el espacio de la partidocracia derrotada, que se necesita una ley para limitar los abusos de la prensa, que el derecho al honor lo tienen todos, sin excluir al Presidente.
Y al cerrar el Informe, retomó el discurso de la libertad. No solo repitió las referencias a la muerte de Eloy Alfaro para establecer analogías imposibles, sino que incluyó -como ya lo hizo el 24 de Mayo- la masacre del 2 de agosto de 1810, y aun a Simón Bolívar.
En esta conveniente versión de la historia, volvió a hacer una división de aguas entre la libertad con justicia y verdad, y la libertad por interés y con mentiras. Es fácil suponer en qué lado intenta ubicarse y de qué lado ubica a los “enemigos” y “sicarios de tinta”.
Un blanco y negro perenne que cada vez sirve menos para abarcar la diversidad de opiniones que afloran en distintos órdenes y que reclaman el disenso y la diferencia. Un ya vacío llamado al acuerdo nacional, que en la visión presidencial parece ser posible solamente entre quienes piensan igual, convirtió al Informe en otra oportunidad perdida.