No resultó convincente. Esta semana se inició con un espectacular despliegue informativo del oficialismo sobre la captura de una asambleísta de Alianza País a quien se acusa de exigir pagos, utilizando el nombre del vicepresidente Glas, para interceder en la asignación de contratos a una empresa privada con el Municipio de Esmeraldas.
Después, la Asamblea propuso a la Contraloría que investigara a fondo el patrimonio de sus miembros, incluso rompiendo el sigilo bancario sobre las cuentas de los funcionarios y sus familiares cercanos.
Más allá de las dudas de los procedimientos en estos casos, el asunto de fondo es que la fiscalización de las gestión pública no puede depender del entusiasmo o el circunstancial interés político de uno que otro funcionario, sino de una estructura institucional que garantice el adecuado control sobre el uso de los recursos del Estado y el cumplimiento de las normas del derecho público.
No es precisamente ese el mensaje que han enviado al país el Gobierno y el poder que lo rodea. Para comenzar, la oposición política, una de cuyas principales obligaciones es fiscalizar a los gobernantes, tiene nulo espacio de acción dentro de las misma Asamblea, donde poco o nada se hace para exigir cuentas al Ejecutivo u otros poderes del Estado.
La sociedad pudiera esperar algo más de transparencia si lo organismos de control, como la Fiscalía y la Contraloría, que reaccionaron con rapidez en los casos mencionados, estuvieran libres de las amarras políticas.
Más grave es aún el la poca importancia que se da a la participación de la sociedad en la vigilia de las acciones pública. El Consejo de Participación Ciudadana, concebido para ese fin, está secuestrado por el partido de Gobierno y ha mostrado una inutilidad total.
Por último, el cada vez más burdo acoso a la prensa, con una perversa ley de por medio e incondicionales subalternos en organismos que la regulan, demuestra un verdadero terror a la fiscalización o a una auténtica rendición de cuentas, que ahora solo es un ‘show’.