La piel de la lluvia

La última novela de Javier Vásconez (Quito, 1946), ‘La Piel del Miedo’, se lee como si se tratara de su primera obra, como si fuera el molde de todas sus irrevocables obsesiones y el plano arquitectónico de sus sagradas instituciones posteriores. Aparece también una prosa más destilada, propia de quien ha hurgado la lengua por todos los flancos. Aquí están, a un tiempo, la vida en una ciudad encajonada y hasta cierto punto lúgubre, la lluvia como factor de opresión (“'tuve el privilegio de escuchar la lluvia cayendo sobre la noche de la ciudad. Unas veces era cruel, otras tan protectora como la sombra del volcán”), la sensación de fragilidad de la familia, la inevitabilidad del destino y la relatividad de las amistades. Aquí están también el doctor Kronz, un jockey frustrado, el coronel Castañeda y sus guisquis en las rocas, una cantante de cabaré que palpa su propia decadencia, una especie de cafiche que se gana la vida haciendo tatuajes, el padre que se va, la dueña del hotel Dos Mundos'

De cierto modo, la Piel del Miedo es la novela que Vásconez debió haber escrito hace mucho tiempo, porque tiene un tono distinto, una cadencia diferente a la de sus otros libros. También es su trabajo más logrado y refinado en materia de descripciones – quizás el más apto para lo cinematográfico- porque es rico en la creación de imágenes y de sensaciones. Es también su trabajo de carácter más introspectivo, de corte más reflexivo y de condumio más nostálgico. La historia parece estar fragmentada en tenues capas, con la trama central de un padre, periodista político, que abandona a su familia tras la paliza que le dan los esbirros gubernamentales. Este episodio genera la ira y el descontrol del padre: la da por disparar en los corredores de la casa, mientras su hijo, epiléptico, reflexiona sobre la naturaleza del miedo. Con el niño -que va creciendo- como narrador, la trama retrospectiva se desenrolla en torno a las instituciones clásicas de Vásconez: cierta expatriación del paraíso y la exploración de los contornos de la añoranza.

En la Piel del Miedo, así mismo, Javier Vásconez reincide y profundiza en su bipolar y esquizofrénica relación con el Quito de su memoria. Insiste en crear, a su gusto, una ciudad como atmósfera literaria: “Debo reconocer que nada había cambiado en la ciudad, que seguía envuelta como siempre en su propia desidia, tan lluviosa y encerrada en sí misma, al tiempo que yo me desmoronaba ante los violentos asaltos de la epilepsia”. O los soplos veraniegos desde la perspectiva de un niño: “Más allá de los ruidos que percibía desde mi cama durante las noches de verano, también estaban los ecos del viento interpretados por una orquesta de medallones de piedra en el Pichincha”.

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