La pena de muerte ha existido desde tiempos inmemoriales, pero el debate sobre su legalidad o licitud ética -de origen relativamente reciente- va tomando más cuerpo al madurar la civilidad. El mundo está aún dividido al respecto. Los países de América Latina y Europa, en su mayoría, son contrarios a dicha pena, mientras en África, Asia y en muchos estados de la Federación Norteamericana aún se la aplica.
Sus partidarios argumentan que debe ser excepcional y disuasiva. Algunos países la aceptan en “la legislación penal militar en tiempos de guerra”. Los que buscan su abolición, por su parte, la consideran una expresión de barbarie, del instinto de venganza, contraria a los principios fundamentales de humanidad, una moderna ley del talión.
El año 2009, al celebrar el 500 aniversario de la creación de la primera cátedra de derecho penal, la Universidad de Boloña expidió un manifiesto propugnando la abolición de la pena de muerte por considerarla “carente de justificación moral, ideológica o utilitaria”. Dijo que ni los delitos más graves pueden merecer un remedio que, con el pretexto de defender los intereses de la sociedad, viola el derecho a la vida propio aún de los criminales más avezados. Concluyó que su abolición debe ser el principio esencial de la justicia criminal internacional.
Los grandes penalistas italianos, sobre todo Beccaria, consideraban explicable dicha pena cuando el castigado, aun privado de su libertad, conservara el poder de hacer daño y cuando “la muerte sea el verdadero y único freno para disuadir a los demás de cometer delitos”.
Pocos han defendido la vida como Camus, quien decía que matar a un ser humano es hacerlo transitar del ser a la nada, negarle eterna e irreparablemente un derecho fundamental, único e irrepetible.
La ONU manifestó siempre su preocupación por la pena de muerte. En 1971 acordó restringir progresivamente los delitos castigados con tal pena, hasta lograr su abolición; en 1989 aprobó, con tal propósito, el Segundo Protocolo Opcional del Pacto sobre Derechos Civiles y Políticos; en 2007 adoptó una moratoria en la aplicación de tal pena.
La conciencia civilizada de la humanidad va hacia la abolición de la pena de muerte, pero aún hay quienes la defienden para los crímenes atroces. La indignación que causan los delitos contra la humanidad o contra niños o mujeres, por ejemplo, alimenta el deseo de “castigar ejemplarizadoramente”. Pero hay ocasiones en que la indignación no es producida tanto por el crimen perseguido cuanto por el criminal que castiga: el salvajismo del líder norcoreano al matar recientemente a su tío, en sangriento espectáculo público, es una afrenta contra la humanidad.
¡He allí la complejidad del debate! Por mi parte, basado en las lecciones de la historia, me declaro abolicionista total.