La profundización de la participación como salida a la crisis de la democracia tiene la apariencia de ser la solución perfecta. Sin embargo, puede dar resultados contrarios si se construye un ideal de ciudadanía que la vacía de contenido.La Constitución define una arquitectura institucional que, en la práctica, debilita la participación ciudadana. A nombre de recuperar el rol de lo público, la Constitución construye un modelo fuertemente centralizador; la planificación del desarrollo cuya definición es prerrogativa única del Poder Ejecutivo, interpreta y sanciona lo que se entiende por mandato constitucional el cual debe ser aplicado en forma inapelable por todas las instancias de Gobierno; desde la Asamblea, cuya tarea es la de instrumentar el mandato en leyes y regulaciones, hasta los distintos niveles de Gobierno, incluidos los locales, los cuales se convierten en instrumentos dóciles de la pirámide del poder.La ilusión de que existe una única ruta de desarrollo y que ella está ya definida en la Constitución apunta a convertir a la ciudadanía en un conjunto homogéneo de actores, donde la diversidad no tiene cabida. Hablar de ‘otras vías para el desarrollo’, de autonomía como autogobierno ciudadano, del pluralismo como característica propia del sistema de partidos, parecería ser una peligrosa invocación al pasado.La Constitución de Montecristi ubica al Estado como único garante de la vigencia de los derechos de los ciudadanos. Al hacerlo, despoja a la ciudadanía de una propia capacidad de autodefinición y resolución de sus problemas; los ciudadanos, de sujetos emancipados frente al poder, pasan a depender de él al reconocerse como actores vulnerables, necesitados de la dadivosa intervención del Estado. La acción ciudadana, cuya proyección apunta a potenciar los niveles de autogobierno y de profundización democrática, se restringe a una condición de exclusiva observancia y en el mejor de los casos a la resistencia frente a la arbitrariedad y discrecionalidad de quienes ejercen el mando y el gobierno. Esa es la premisa que está por detrás de los más graves conflictos por los que atraviesa la actual administración gubernamental: con los medios de comunicación, con los pueblos indígenas, con las organizaciones ambientalistas, y ahora con los gobiernos locales, a propósito del Código de Ordenamiento Territorial (Cootad), el cual privilegia la línea de la desconcentración y abandona el concepto de descentralización, al cual confunde con privatización y desmontaje del Estado.La ciudadanía está atravesada de intereses y conflictos, que deben expresarse en la toma de decisiones, y su participación no puede reducirse a operativizar un modelo único de control político prefigurado y blindado en la Constitución.Columnista invitado