El paracaidismo militar es un salto de valor y destreza

Los soldados paracaidistas del Grupo de Fuerzas Especiales Nº 26 Cenepa, en Quevedo, suben a un avión Casa 122-400 del Ejército, piloteado por el capitán Camilo Burbano. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.

Los soldados paracaidistas del Grupo de Fuerzas Especiales Nº 26 Cenepa, en Quevedo, suben a un avión Casa 122-400 del Ejército, piloteado por el capitán Camilo Burbano. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.

Uno por uno, los soldados se acercan a la compuerta trasera del avión Casa 122-400 de la aviación del Ejército.

“Buen salto, mi comando”, seguido de un apretón de manos y cada uno se ubica en posición: las manos bien sujetas a los tirantes de la mochila y el pie izquierdo en el borde de la rampa, el límite entre el avión y el vacío. A 12 500 pies de altura se ve una ciudad en miniatura y una línea que serpentea: es el río Quevedo.

Un timbre suena y se mezcla con el sonido de las dos hélices de la nave de origen español. “¿Listo?”, grita el sargento segundo Rubén Rebolledo. Un soldado responde con un pulgar arriba. Entonces llega la orden: “¡Salta!”.

Es la tarde del martes 30 de octubre. EL COMERCIO acompañó al Grupo de Fuerzas Especiales Nº 26 Cenepa, acantonado en Quevedo, a una práctica de salto. El ejercicio fue parte de los festejos por el 62º aniversario del paracaidismo militar ecuatoriano.

Hace 27 grados de temperatura. El intenso sol y un viento de 8 kilómetros por hora disiparon las nubes de una mañana sombría. Más de 80 paracaidistas del Ejército esperaron a que el cielo se abriera en el hangar del recinto militar.

Todos son paracaidistas experimentados, que aprobaron las cuatro semanas de curso; aun así, para saltar deben hacer un reentrenamiento de un día.

El cabo segundo Freddy Remache ha realizado 18 saltos. El primero fue en Salinas, en donde la altura (a nivel del mar) y la gran cantidad de oxígeno proporcionan las condiciones óptimas para que la cúpula del paracaídas (la bolsa de tela) se llene de aire y frene el descenso. Así, cuando toque tierra, el impacto en las rodillas es similar al de haber saltado de unos dos metros de altura.

Los comandos recitan eufóricos instantes antes de realizar los saltos. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.

El sargento Rubén Rebolledo chequea que cada de los comandos uno esté listo. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.

Esta vez, Remache y un grupo de 18 hombres se lanzan sobre un terreno de maíz recién cosechado, en Quevedo, a 74 metros sobre el nivel del mar.
Realizan un salto denominado camex. Consiste en brincar del avión con su fusil y mochila. Dentro de la cabina, sus rostros cambian del temor a la euforia. Gritan cantos y consignas. “¿Por quién van a saltar?, pregunta el sargento Santiago Turriago. “Por Dios, por mi madre, mi patria y mi bandera, mi comando”, responden.

Desde el 29 de octubre de 1956, cuando el capitán Alejandro Romo, de la
saltara sobre los salitres de Muey, en Salinas, se han realizado 231 cursos de paracaidismo.

Por la tarde hay un segundo vuelo. Es el turno de los más experimentados. Entre ellos está el sargento segundo Marlon Márquez. Tiene más de 800 saltos. Ya ha perdido el miedo y ahora disfruta al máximo los 10 minutos que tarda en recorrer los 12 500 pies (3,8 kilómetros) que separan la rampa del avión del piso. “Mi sueño de niño era volar”.

Los paracaidistas, en la modalidad camex, descienden a una altura de 5 000 pies. Otra es el salto libre, que se realiza desde los 12 500 pies, a 3,8 kilómetros del suelo. Foto: Glenda Giacometti/ EL COMERCIO.

“¡Comando, siempre listos!”, grita uno de los uniformados. Márquez salta. Unido por doble arnés lleva junto a él a otra persona. Esta modalidad se denomina salto tándem. En la Brigada Patria, la única escuela de paracaidismo militar, se realizan al año entre tres y cuatro cursos. La modalidad tándem es para los expertos.

El aire golpea el cuerpo de Márquez; con los brazos extendidos y las rodillas flexionadas parece que volara.

Pasan 60 segundos de caída libre, que es igual a haber recorrido un kilómetro, hasta que la cúpula se abre. Se siente un tirón fuerte. Desde ahora, el descenso parece suceder en cámara lenta. El río Quevedo no es más una línea, se muestra enorme y contaminado. Las casas y calles emergen cada vez más nítidas. Uno a uno, los soldados que saltaron segundos antes tocan el suelo.

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