Apesar de haber viajado por casi todo el mundo, este riobambeño todavía se siente medio chagra.
Es arquitecto, nació en 1923. En su ciudad natal fue donde se estrenó como dibujante a los cinco años. Sobre un papel plasmó un carro ya que su papá se había ido a Guayaquil para comprar uno. Él quedó maravillado y le regaló un cuaderno y colores.
Con esta experiencia, el pequeño Oswaldo Muñoz Mariño dibujó más carros en el papel tapiz de la casa. Recuerda que su madre y hermanas tuvieron que trabajar duro para que los dibujos salieran.
Después de unos años se fue a Quito. Estudió en el Colegio Mejía, donde fue campeón de dibujo por cinco veces. Conoció a otros compañeros que también gustaban de esta actividad y con ellos presentaron una propuesta al presidente Velasco Ibarra: retratarían a los escritores y poetas ecuatorianos.
Sin embargo, este proyecto no prosperó, así que Muñoz tuvo que idear otro plan. No sabe cómo fue, pero se había dado cuenta que el futuro estaba en el exterior.
Durante los años colegiales Muñoz Mariño también se destacó en el deporte. Gracias a que un compañero de apellido Carpio le prestó un libro de atletismo empezó a correr los 110 metros con vallas. En su casa practicaba con un obstáculo. Ponía un lápiz sobre la valla y lo pasaba sin rozarlo para que no caiga. No llegó a hacer la prueba más difícil que consiste en hacer el mismo ejercicio, pero con los ojos vendados. Con todo, participó en los Juegos Panamericanos, donde ganó una medalla de plata porque perdió contra un brasileño.
Entró a la universidad para estudiar Ingeniería Civil ya que en el país no había Arquitectura. Pero esa carrera no satisfizo sus expectativas. Por eso se fue a Panamá para después llegar a México.
Una vez allá, una vertiginosa secuencia de casualidades lo llevaron a radicarse ahí, a conocer a su esposa, y al final de todo, a trabajar para la Unesco, aunque era difícil.
Oswaldo Muñoz Mariño ha viajado por todas las ciudades Patrimonio Cultural de la Humanidad dibujando sus atractivos.
Se maravilló con los edificios de India. Allí vio el Taj Majal y el espejo de agua que lo acompañó a los largo de 250 metros, que reflejaba los árboles y su propia silueta mientras se acercaba al edificio principal. Repentinamente este espejo de agua desaparece dejando al espectador a solas frente al Taj Majal. Un vacío en el corazón aparece y todo el interior se conmueve frente a esta construcción.
Allí también conoció a un sacerdote que le puso dos hilos de lana en la muñeca: uno azul y otro rojo. Nunca supo con exactitud lo que le dijo, pero una traducción aproximada era: “Nunca te lo quites, esto se terminará solo. Como se termina la vida”.
Siempre sale con su banquito, su caballete, sus acuarelas y un parasol. Así es como Muñoz Molina también ha pintado Quito. De esta ciudad le impacta la Compañía de Jesús, que está catalogado por la Unesco entre los 1 000 monumentos patrimonio. Es decir, es considerado como una obra de arte. Le extraña la manera que tienen los quiteños de desconocer su ciudad. Cree que los barrios de Quito son una “fantasía de bonitos”, aunque pasen desapercibidos porque aquí nadie los sabe ‘ver’. Él aprendió a ver en Alemania, en la Bau Haus, y quiere enseñar estas técnicas en el museo que abrirá en el barrio de San Marcos, en un casa de 1785.
Cuando trabaja los curiosos siempre están presentes, aunque solo cuando el descansa se ponen a platicar, siempre preguntan algo. Como la niña en el Pichincha que lo interrumpió un día, se acercó a ver y luego se fue. A su regreso se dirigió al maestro y le preguntó: “Dice mi mamita si también afila cuchillos”. Sorprendido y alegre, él contestó: “mañana”.