Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, envió al Congreso el proyecto para acabar con la reelección.
El Presidente colombiano anunció esa intención la noche en que ganó la segunda vuelta electoral.
El Presidente, beneficiario de esa opción con la que siguió en el Palacio de Nariño para un segundo mandato, lo mismo que ocurriera con su antecesor y hoy crítico, el expresidente y senador ÁlvaroUribe Vélez, ha reflexionado desde el poder de los perjuicios que acarrea la reelección al sistema democrático.
El uso y abuso de la maquinaria pública y de los bienes del Estado en las campañas es una tentación siempre agazapada para quienes ejercen el poder. Ellos, muchas veces, en sus afanes por aferrarse al solio o por esa vanidad que el poder estimula como si fuera una droga, harían lo que sea por no dejar la investidura, aunque para ello deban acudir a los mecanismos más insospechados, y sus campañas se cimienten en una competencia desleal.
Los aparatos de seguridad del Estado, la capacidad de movilización de los candidatos-presidentes, el sonsonete de la propaganda oficial, muchas veces un panegírico del líder, pagado con recursos públicos, ponen a los rivales del candidato en funciones presidenciales en desventaja.
El primer beneficiario de la reelección, antes que Santos, fue Uribe, quien buscó un camino legal para reformas e ir a una tercera reelección.
Pero Colombia, pese a sus conflictos y violencias terroristas, es un país que vive y respira la institucionalidad y Uribe se quedó con las ganas.
Santos acató un mandato de la Comisión Interamericana para los Derechos Humanos y se restituyó al alcalde de Bogotá Gustavo Petro, que había sido defenestrado.
Ahora el Burgomaestre debe acatar sin otra opción el mandato de la Corte Constitucional que devuelve la fiesta de los toros a la capital, arrebatada por el Alcalde. La institucionalidad deja las cosas en orden.