Hace 50 años, el poeta Jorge Gaitán (1925-1962) escribió sobre “las causas sociológicas y psicológicas de nuestra tragedia”. Se refería a la violencia bipartidista en un momento en que Colombia empezaba a ensayar la fórmula del Frente Nacional.
Ni Gaitán ni las mentes más lúcidas de entonces podían pronosticar el giro cada vez más trágico que tendría la violencia en un país que no había podido desarmar las conciencias de sus ciudadanos, pero que tampoco había ofrecido soluciones políticas, sociales y económicas que desactivaran los focos de resistencia armada liberal.
Los ensayos de Gaitán fueron recogidos en el libro ‘La revolución invisible’, editado en 1959. Hoy, estos “apuntes sobre la crisis y el desarrollo de Colombia” tienen una vigencia desconcertante: el paciente, pese al paso de los años, no ofrece signos de recuperación sino síntomas más alarmantes de la vieja enfermedad.
Gaitán sostenía que las causas sociológicas y psicológicas de nuestra violencia reflejaban “el increíble fracaso cultural e ideológico que tradicionalmente ha inspirado y encuadrado la conducta de los colombianos, indican que nuestros métodos educativos, tanto religiosos como laicos, no han podido crear comportamientos humanos (…)”.
La solución a la barbarie no consistía solamente en “poner una escuela en cada uno de los 800 municipios”, sino en emprender “una transformación radical de nuestra mentalidad (…)”.
No dudo que Gaitán hubiera celebrado la promulgación de la Constitución de 1991, un magnífico esfuerzo de sectores políticos e intelectuales y la oposición democrática por introducir fórmulas de convivencia mediante la tolerancia y la participación ciudadana.
Pero así como hubiera defendido esta carta civilizadora, habría deplorado con indignación todas las enmiendas que se le están haciendo para ponerla al servicio de una obsesión autoritaria aclamada desde el primer anillo de poder de la “regeneración” uribista para perpetuarse en el poder.
Cuando las violencias tradicionales reforzaron su capacidad de destrucción con guerrillas, narcotráfico, paramilitares y agentes del Estado, bien hubiera valido recordar estas reflexiones y cotejarlas con las que seguían haciéndose ciudadanos sin ser escuchadas en las altas instancias del poder, pues los autores de la nueva contrarreforma se empeñan en convertir la crítica en “subversión” y la ética civil en “pecado”.
Habrá que esperar entonces otro medio siglo y ver de qué ha servido responder a la máquina de guerra de las organizaciones por fuera de la ley con la fortalecida y ruinosa máquina de guerra del Estado.
El Tiempo, Colombia, GDA