Cada vez que se instala un nuevo Poder Legislativo en el Ecuador es evidente que la realidad supera a las etiquetas y a la retórica: durante tres años el oficialismo, con el Presidente de la República a la cabeza, ha venido proclamando que con el advenimiento del actual Gobierno quedaron atrás “la larga noche neoliberal” y la llamada “partidocracia”.
Según las líneas maestras de ese discurso, en reemplazo de aquellas obsoletas maneras de hacer política llegaron el ‘socialismo del siglo XXI’ y ‘la revolución ciudadana’ cobijados bajo la bandera de una supuesta nueva manera de manejar el poder y los procesos ideológicos necesarios para estructurar ese nuevo poder.
La propuesta, si se confiaba y creía en los lemas y proclamas de cambio, implicaba sobre todo una actitud coherente con lo que significa una revolución: coherencia ética, principios firmes, valores humanos, renunciamientos a toda ambición personal para dejar paso a las grandes ambiciones colectivas.
Sin embargo, los hechos son contundentes y expresan una realidad que fue nociva para el Ecuador y que, a pesar de aquella nueva retórica, se sigue repitiendo. Desde el tragicómico episodio de ‘los diputados de los manteles’ hasta las negociaciones de última hora para armar casi a última hora una mayoría no ideológica sino funcional, con personeros gubernamentales protagonizando los intentos de acuerdo, la era de la revolución ciudadana deja poco espacio para la esperanza.
Está lejana la oferta de un Poder Legislativo independiente, que trabaje por los grandes objetivos de la nación y no por un proyecto político coyuntural que, tristemente, ni siquiera abre espacios para la fiscalización y la rendición de cuentas como esencia de un sano ejercicio democrático.