Nuestra sociedad, transgresora y permisiva, carente de la más elemental cultura jurídica, insensible a los atropellos al orden legal y al sometimiento paulatino de las instituciones, ha aceptado que la ‘revolución ciudadana’, con altas dosis de ignorancia, sectarismo y prepotencia, vaya transformando aceleradamente nuestro crónico desorden legislativo en un verdadero caos. En su carrera contra el tiempo, la Asamblea -sin iniciativas propias, obediente y sumisa, convertida en un órgano más de la Función Ejecutiva- ha ido aprobando, sin debate público y sin oposición, las leyes necesarias para la consolidación de un proyecto político autoritario, concentrador y excluyente.
El correísmo (la ‘revolución ciudadana’ no es más que la pretensión de construir un sistema que satisfaga el insaciable e ilimitado afán de poder del dictador de Carondelet y sus servidores), sustentado en su arbitrariedad y en la indiferencia popular, ha llevado adelante un proceso que le ha permitido elaborar una maraña legislativa inextricable y caótica -Constitución, mandatos, leyes y decretos-, moldeable a sus intereses y designios, que en la próxima Asamblea una oposición endeble, fragmentada y sin rumbo, será incapaz de detener y, peor aún, de rectificar. El triste espectáculo de los últimos años, con dóciles asambleístas aprobando leyes sin análisis, casi subrepticiamente, continuará.
La imposición de la Constitución de Montecristi -retórica, repetitiva, ambigua y contradictoria-, después de un proceso inconstitucional y tramposo, fue el primer paso. Todo texto legal -obra humana- es perfectible y, por supuesto, puede ser reformado. No la Constitución de nuestra ‘patria altiva y soberana’. Los arts. 441 y 442 prohíben modificar “su estructura fundamental, o el carácter (sic) y elementos constitutivos del Estado”, o establecer “restricciones a los derechos y garantías” o cambiar “el procedimiento de reforma de la Constitución”. La Constitución anterior -menos mala que la actual- fue arrasada bajo el pretexto de la decisión de la soberanía popular. ¿En qué queda ahora esa soberanía?
La Asamblea Constituyente dictó varios ‘mandatos’. ¿Qué son, desde el punto de vista legal? ¿Cuál es su jerarquía dentro del ‘orden’ jurídico? No son, evidentemente, parte de la Constitución. Tampoco son una ley, ni orgánica ni ordinaria, pues, en ese caso, lo lógico habría sido denominarlos ‘leyes’ y no ‘mandatos’. El art. 425, que determina “el orden jerárquico de aplicación de las normas”, no menciona los ‘mandatos’. ¿Quién o qué organismo, puede reformarlos o derogarlos? La Asamblea, según el art. 120, solo puede “expedir, codificar, reformar y derogar las leyes, e interpretarlas con carácter generalmente obligatorio”. ¿Los ‘mandatos’, entonces, también son intocables? Solo pregunto…