América Latina ha mostrado en 200 años de vida independiente una reiterada y constante crisis de identidad. Se ha procurado paliar estos efectos con expresiones referenciales como “indoeuropea” o “mestiza” pero en realidad el debate sobre lo que somos parece no haberse saldado.
Vivimos lamentándonos de nuestro pasado colonial donde España no termina de asumirse como parte de una historia dinámica que no acaba con ella y menos aún se inventa algo nuevo obviándola.
Este ninguneo de la historia que antes pudo haber ocurrido con las comunidades indígenas hoy lo padecen los “blancos” e incluso los criollos que pueden quedar descolocados como en Bolivia, donde un exultante Evo Morales decidió acabar con las figuras de Bolívar y Sucre para cambiarlas en sendas medallas por referentes indígenas.
Habría que ver el rostro de Chávez luego de enterarse de que el pueblo con el que ha sido más generoso ha sustituido al Libertador y primer presidente de ese país por el indígena Katari. Estas escaramuzas pseudonacionalistas en realidad lo único que logran es incubar odios y resentimientos que volverán cíclicamente con los mismos parámetros para desde el poder continuar fragmentando la estructura social de nuestros países.
Se cree tontamente que con los cambios en la denominación de los países, los escudos y las constituciones estamos construyendo una nueva cultura cuando en verdad estamos sosteniendo la vieja que no acaba de morir y que resucita en forma de exclusiones y persecuciones.
Si de algo debe valer el bicentenario es para saldar nuestras viejas cuentas con el problema de nuestra identidad. Hay muchos que condenan y se lamentan que España y no otro poder colonial europeo nos haya descubierto y decidido construir un imperio ultramarino por más de 300
años.
Debemos construir lo nuestro con los mejores recursos humanos y con esa generosa mezcla étnica que ha dado tanto a la cultura mundial. América Latina no necesita líderes mesiánicos ni mentirosos que crean que la historia se inicia con ellos . Requiere es una mirada adulta sobre el gran potencial humano que posee cuyo valor en la diversidad lo convierte en su más poderosa fuerza de transformación.
Somos parte de una herencia común donde no hace falta negar la parte de quienes se sienten tan dueños del país que habitan independiente de su lengua y del color de su piel.
Los pueblos guiados por gobernantes resentidos solo terminan justificando revueltas y contestaciones de igual porte injusto. Requerimos constructores de una identidad orgullosa que sabiéndose parte de unos valores comunes se atreve a otear el destino con mayor optimismo y claridad. Lo otro es una simple excusa para continuar con lo mismo a pesar de que se diga lo contrario.