El último domingo de noviembre, Uruguay eligió como presidente a José Mujica, antiguo militante de la guerrilla Tupamara, un político al que nadie podría cuestionar su radicalidad y entrega a la causa en la que cree, por la que pasó 13 años en prisión.
En sus primeras declaraciones como presidente electo se revela su estilo explosivo y a las vez esculpido por la experiencia: llamar a acuerdos a todas las fuerzas políticas en torno a objetivos nacionales, preparar un gobierno de unidad y disculparse ante todos por las eventuales salidas de tono propias de una reñida campaña electoral. Además, dijo algo muy significativo: “Los gobiernos no son dueños de la verdad, necesitan de todos y tener oreja”.
Parecería entonces que la radicalidad y la posición de izquierda no son incompatibles con el diálogo y la construcción de consensos. Desde una posición en la que llegó a ver en el uso de la violencia la vía para la construcción de una sociedad justa, Mujica transita hacia la convicción de que la verdad no se impone, que todos tienen algo importante que decir, y, por tanto, que es necesario escuchar las distintas voces, y no partir del prejuicio de que la mayoría de votos es equivalente a tener la razón.
¿Es posible actualmente construir un proyecto político de izquierdas sobre la imposición de una verdad al conjunto de la sociedad? La izquierda de los años sesenta, de la que Mujica fue exponente, estaba convencida de que la sociedad estaba atravesada por contradicciones irreconciliables que solo podían resolverse a través del enfrentamiento violento. En una simplificación radical de la realidad, burguesía y mercado aparecieron como responsables de la desigualdad social; frente a este diagnóstico, la tarea consistía en neutralizarlos, sino eliminarlos, a través de una intervención exacerbada del Estado en todos los espacios de la vida social.
Estado, mercado y sociedad son elementos de una ecuación de difícil combinación. Mujica no se identifica actualmente con una versión estatista de la izquierda, que genere un crecimiento desproporcionado del Estado e interfiera en las dinámicas sociales y de mercado.
Él se califica como “libertario”, esto es, con una inclinación a promover lógicas de autogestión social que potencien y no debiliten la necesaria autonomía de la sociedad frente al poder. La intervención del Estado en el mercado no estaría dirigida a desmantelarlo, sino más bien a introducir en sus dinámicas la racionalidad de la equidad.
El nuevo presidente del Uruguay está consciente de los riesgos del poder: el aislamiento, el rodearse de voces condescendientes. Él tiene la intención de oír a los críticos y a los que propongan salidas heterodoxas. Para Mujica, la democracia no es lengua, es oreja.
Columnista invitado