María Cristina Arboleda P.
Transitar por las calles de Quito es absorber el aire nostálgico de la historia, encerrado entre las montañas. Caminando por la calle Junín, desde la Flores hacia la Montúfar, me encuentro con el alma de una de las mujeres más grandes de la Patria.
Tenga en cuenta estos detalles
El Museo Manuela Sáenz, ubicado en la calle Junín 709 y Montúfar, fue fundado el 22 de enero de 1994, por el señor Carlos Álvarez Saá.
Carlos Álvarez Saá, un historiador por vocación que emprendió la tarea de defender la imagen de Manuela Sáenz, falleció a finales de noviembre. Ahora sus hijos continúan su gran legado en honor a la memoria de su padre.
El fundador ha publicado, además, el libro ‘Manuela. Sus diarios perdidos y otros papeles’.
Esta obra incluye una biografía de Manuela, imágenes de los objetos conservados en el Museo, sus manuscritos y cartas.
El lugar atesora libros, objetos personales, retratos y epístolas entre Bolívar y Manuela, entre otros.
Quiteña de ardorosa lucha, Manuela Sáenz Aizpuru respiró también la atmósfera de este barrio, ese aroma a convento, a suciedad añeja de la calle, a silencio frío que conservan las casas coloniales. Creció entre las paredes del Monasterio de Santa Catalina durante los primeros tres o cuatro años de su vida. Allí cerca debió correr mientras jugaba y aprendía a amar las letras y la cultura, de la mano de las religiosas.
Su padre, el español Simón Sáenz, la había encomendado a su cuidado al morir su esposa, la quiteña Joaquina Aizpuru, poco después de dar a luz, en diciembre de 1795, en medio de una época en que se comenzaba a gestar la insurrección frente al dominio español.
A pocas cuadras de la esquina donde me hallo, en un balcón que fue testigo de una lluvia de pétalos y emociones patriotas, Manuela debió haberse asomado ese 16 de junio de 1822, sosteniendo en sus manos una corona de rosas y laureles para recibir a Simón Bolívar, el Libertador y Presidente de Colombia, como ella lo llama en las páginas de su diario. Casi siento la mirada poderosa del héroe cayendo sobre las pupilas de Manuela y cómo el fuego quiteño se encendía en su corazón. “Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados de tal acto; pero Su Excelencia se sonrío y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano, y justo eso fue la envidia de todos los familiares y amigos, y para mí el delirio y la alegría de que Su Excelencia me distinguiera de entre todas, que casi me desmayo”, confiesa su diario.
Pero ella ya era una heroína antes de unirse a la lucha junto a Simón Bolívar. Por sus esfuerzos en las acciones patriotas que germinaban en Lima -donde se había radicado desde el matrimonio acordado por su padre con James Thorne-, el Protector San Martín la condecoró con la Orden de Caballeresa del Sol, a temprana edad.
Sigo sus pasos de prisa y la siento más de carne y hueso que en aquellos libros que la muestran en un claroscuro, tan solo como una sombra de otro. Cruzo el umbral de una casa construida en el siglo XIX por el arquitecto Antonio Russo. La escalera cálida de maderas que crujen, entonando cierta cadencia, me permite ascender a su encuentro. Allí está ella, la mujer amante que desnuda su alma en las epístolas que habitan las paredes de la casona vieja, encendiéndolas con una pasión que no se amilanó ante nada.
Pero allí también está la Caballeresa del Sol, la húsar, la Coronela, la Mariscala, la Generala, que no temió a la muerte. Allí anda la libertadora de la Patria Grande, la Manuela consejera y ángel de la guarda que salvó la vida de Simón Bolívar, cuidando así del destino de las nacientes repúblicas.
En uno de los pabellones del museo, una montura de la que aún se está analizando su autenticidad evoca esa mujer de letras mayúsculas, a la hembra embravecida que cabalgaba a horcajadas, como hacían los hombres. Y unos libros que llevan distintas firmas de Manuelita -claro, cómo semejante revoltosa podría tener una sola manera de imprimir su nombre- dan cuenta de su cultura.
Me detengo frente a un óleo. Me sobrecoge el hollín que oscurece otro retrato decimonónico de Manuela, pintado por Antonio Salas, y que lleva las marcas del fuego que abrasara a su casucha en Paita, última morada, donde le atacó la difteria, matándola el 23 de noviembre de 1856.
Manuela se resistió a desaparecer. El General Antonio de la Guerra, viejo amigo de la luchadora, se introdujo por la parte posterior de la casa para rescatar algunos objetos del fuego: “un arcón de madera (…) así como documentos y cartas confidenciales de Su Excelencia, el Libertador Simón Bolívar, así como del Mariscal Sucre y otros documentos; un San Vicente de madera, una Santísima Virgen María con el Niño, un santo Cristo, una Virgen del Cuzco, una platina en cobre con la Virgen de la Merced de Quito y un Cristo. Estoy vivamente conmovido por el celo con que nuestra distinguida amiga guardó esos recuerdos del Libertador (…)”, dice el General en una carta a su esposa.
El fuego no acabó con su memoria, ni tampoco las llamas de la historia oficial. Imbatible, ella sigue habitando esta ciudad. ¿Cómo no enamorarse de ti?, ¿cómo no buscarte, Manuela?
Así lo hizo Carlos Álvarez Saá, al seguir sus huellas. Décadas atrás, comenzó a reunir los primeros objetos y cartas que dieron inicio a su colección. Fascinado por sus hallazgos, ahondó en la investigación y pobló su casa de los vestigios cada vez más numerosos, que estudiantes y maestros iban a admirar en repetidas visitas, hasta que un día doña Aurora Cevallos de Álvarez, su esposa, un poco asustada por las frecuentes visitas, le advirtió: “O sale la Manuela de esta casa o salgo yo”, como cuenta su hija, Ana María Álvarez. Desesperado, entonces, caminó por el barrio donde empezó su vida Manuelita y encontró esta casa destartalada. La adquirió en 1990 y, después de restaurarla, cuatro años más tarde inauguró el Museo Manuela Sáenz. Al fin había hallado una morada para la Manuela, la casa digna que la ciudad le debía, un lugar para que jamás volvamos a olvidarla.