Aquella tarde de julio del año pasado, Nicole Adoum era una sombra que flotaba entre los pésames, las lágrimas y los recuerdos. Con su habitual sonrisa, que entonces parecía un cristal quebrado, repetía: “A la vejez soy de nuevo como un bebé. Tengo que aprender a vivir sin el ‘Turquito”.
En una vasija de barro, como él lo pidió, reposaba el polvo enamorado en que se había convertido su marido, el poeta Jorgenrique Adoum. Era el primer día del resto de su vida y el fin de 39 años de un amor que la sacó, primero de Suiza (donde nació) y luego de Europa.
Fue un amor que empezó inesperada y sutilmente, como una llovizna. Frente al ventanal del departamento dúplex donde ha vivido cerca de 23 años, en la av. Colón de Quito, la viuda reconstruye esos años entre el humo de un eterno cigarrillo mentolado.
Su hospitalidad es proverbial. El poeta Julio Pazos, quien ha disfrutado de esa cualidad por dos décadas, la describe así: “Su preocupación es saber qué le agrada a su visitante. Es la misma meticulosidad y cuidado que emplea en sus ediciones”.
Ese ánimo escrupuloso y preciso le viene por su nacionalidad suiza, según Eduardo Villacís Meythaler, poeta, cardiólogo, y un amigo cercano de la familia. “Tras una primera impresión de rigor o frialdad se encuentra una gran fuente de cariño y generosidad. Fue un cariño que la unió a Jorge Adoum y que el tiempo no pudo menguar”.
Detrás del humo del cigarrillo empieza la historia de ese amor. Era 1970 y Nicole (entonces) Rouan venía de dejar un matrimonio de ocho años al que se había avenido en el oscuro furor de los 23 años. En el día trabajaba en el Tèâthre de Carouge de la ciudad suiza de Laussane y por las noches se deleitaba con el aire diáfano y severo de la poesía clásica griega. El mundo de la actriz dramática giraba tranquilo y satisfecho sobre su propio eje.
Un buen día la invitaron a una compañía teatral de la ciudad vecina de Ginebra. Francois Rochair, director del Atelier de Geneve, buscaba una actriz que, además de actuar, supiera cantar. Querían montar una pieza de título extraño y violento que acababa de escribir un autor sudamericano de apellido árabe.
Más con curiosidad que con entusiasmo, la actriz aceptó. La primera lectura del texto le dejó una grave impresión en el alma, la peculiar sensibilidad poética y la fuerza ideológica de la pieza fueron como un grito silencioso, como una llamada en la mitad de la madrugada.
Lo que sugirió el texto lo confirmó la realidad cuando el autor se dejó caer una tarde por los ensayos. Según las fotos de la época, Nicole Rouan (nombre artístico con el que sustituyó el de Nicole Werren) era una mujer de mediana estatura, cabello rubio que llegaba hasta los hombros, ojos profundamente azules y un dejo infantil en la sonrisa.
Desde el escenario observaba con disimulo las observaciones que el escritor hacía al director. Daba indicaciones con suavidad. “Me pareció un hombre muy dulce, que hacía conocer su voluntad con una mezcla de timidez y firmeza”. Luego del ensayo, el autor y la actriz cruzaron un par de comentarios sobre la poesía latinoamericana y la europea y pronto se enfrascaron en una larga conversación sobre poesía clásica griega y latina. Ese tipo de discusiones llegó a ser un vicio que ya no pudieron abandonar nunca más.
La mujer se había formado en una familia de obreros de la construcción, alegres y trabajadores. Su padre y sus hermanos siempre habían tenido un cariño especial por la pequeña Nicole, la menor de la familia. “Quizá por eso toleraron mi afición por el teatro y la poesía. La literatura siempre fue mi compañera silenciosa y mi mejor amiga”.
En esos primeros años, al pie del lago Lemán (a cuya orilla se levantaba su casa), leyó enteros a Francois Villon (“yo sé que no era una lectura de adolescentes pero me gustaba igual”) o Víctor Hugo. Más tarde descubrió la música melancólica y oscura de Charles Baudelaire, Paul Verlaine, Stéphane Mallarme y los simbolistas franceses.
Esas punzantes dosis de poesía en el torrente sanguíneo fueron la mejor iniciación en el mundo de las artes, la que se hace a solas y en lo oscuro de uno mismo. El teatro le gustó por su capacidad expresiva y vital. “Para mí fue como dar carne a la poesía. Durante algunos momentos tú y la poesía se vuelven una sola cosa”.
Desde 1970 hasta 1973 vivió junto al poeta ecuatoriano en Ginebra hasta que a este le ofrecieron un puesto en la oficina de la Unesco en París. Y tuvo que elegir. “Elegí seguirlo adonde sea. Mi opción fue él y escogí bien. He tenido mucha suerte”.
París significó una dimensión extraña de la realidad. Se instalaron a dos casas de un buen amigo de su pareja llamado Alejo Carpentier, con quien cenaban cada viernes. También veían con frecuencia al “buen” Juan Rulfo o “Juancito caminador, como le decíamos de cariño porque le gustaba mucho el whisky” y también a “Julito” Cortázar.
Esos monstruos de la literatura mundial eran “solo nuestros amigos. Nuestro trato era tan cotidiano que yo no me daba cuenta de lo que pasaba. Vivíamos con alegría, siempre hablando de libros y de arte”. En medio de esa felicidad, en 1977, contrajeron nupcias. El poeta y la actriz (entonces dedicada a la traducción y a la adaptación para cine y televisión) viajaron a Rolle, el pueblito suizo en el que a la sazón vivía la familia de la novia.
Obtuvieron el beneplácito de la madre (antes el padre había fallecido) y lo hicieron todo según Dios (palabra que el poeta abominaba) manda.
Poco antes, Adoum había tenido que vivir lo mismo, pero al revés. En 1974 su hija Rosángela viajó a París para, según ella misma cuenta, “pedirle permiso para casarme”. En el aeropuerto se encontraron la reciente madrastra y la joven hijastra. “Se supone que era un momento tenso pero la buena relación fue inmediata. Ella tenía, como decía papá, una excelente mezcla entre la fineza francesa y la frescura suiza”.
Unos pocos años más tarde el poeta decidió jubilarse y regresar al Ecuador. Nicole (ahora ya) Adoum una vez más lo acompañó. Llegaron el 5 de marzo de 1987, día también recordado por el terrible terremoto que asoló la Amazonia ecuatoriana. Estaban en el octavo piso del edificio en el que vive hasta ahora.
En medio de la comida empezó a removerse la tierra. Doña Nicole, que nunca antes había sentido ni siquiera un temblor, fue presa del pánico. El poeta Julio Pazos recuerda que luego Jorgenrique le contó el episodio: “Nicole se lanzó al suelo y estaba paralizada en una posición fetal de la que nadie podía sacarla. Y solo accedió a regresar al departamento luego de tres días”.
Así recibió esta tierra a la esposa del poeta. Si fue un buen o un mal augurio a doña Nicole no le interesa. “Aquí encontré una familia y un país. El país que era la continuación y la metáfora de ese hombre al que amó y al que aún extraña. Ese hombre y ese país que, como en el poema Las vidas comunicantes, “la llamó en la noche y le leyó lo escrito” y ella leyó y comprendió al país y al hombre hasta que “supo que siempre había sido/ un poco autora de todos sus poemas”.