A las 09:00, el tráfico entre San Antonio (oeste de Venezuela) y la vecina Cúcuta (Colombia) fluye con normalidad, pero salta a la vista un grupo que aprovecha la abismal diferencia del precio de la gasolina y no se amedrenta con la instalación de un chip para controlar el contrabando.
“Yo la vendo muy barata”, dice bajo anonimato un joven apostado a un lado de la carretera a Cúcuta, antes de aspirar el extremo de una manguera colocada en el tanque de un taxi venezolano para que la gasolina corra hasta una de las decenas de garrafas de 20 litros.
En Venezuela, la gasolina subsidiada es la más barata del mundo: la que cargan los vehículos cuesta USD 0,02 el litro, mientras que en Colombia su precio es de USD 1,25.
El negocio es redondo para los contrabandistas, y más si se hace varias veces al día: un vehículo llena un tanque de 40 litros por poco más de USD 0,50 en Venezuela, cruza la frontera, vende el líquido a un ‘pimpinero’ por unos USD 10, y este lo revende en el mercado negro colombiano a USD 20, la mitad de lo que cuesta llenar el tanque en el mercado oficial.
Las fuerzas de seguridad colombianas se hacen de la vista gorda, conscientes de que el contrabando en la zona, con un 18% de desempleo, es el modo de subsistencia de miles de familias desde hace décadas.
Mientras el Régimen venezolano, preocupado por la pérdida de miles de millones de dólares anuales en el contrabando, impuso un chip -o código de barras pegado en el parabrisas- de racionamiento a 42 litros diarios por vehículo particular; y cantidades superiores para los de transporte de pasajeros y mercaderías.
La medida, similar a la que años atrás se instaló en Irán, empezó a implantarse en 2011 en el Táchira y en junio de este año en Zulia. Pero cualquier decisión que afecte a la gasolina es muy sensible. La cultura de la gasolina a precio regalado está muy arraigada y ha provocado revueltas.
“Esto no funciona. La gente alquila sus chips o paga a los bomberos (empleados de gasolinera)”, dice un conductor.